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Amor filial en tiempos de internet

Periodista:
Guillermo Belcore
Publicada en:
Fecha de la publicación:
País de la publicación:
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Todos los grandes escritores tienen una estrategia creativa (los de segunda sólo un plan de marketing). La de Jonathan Franzen (Wester Springs, Illinois, 1959) funciona bien, le ha dado fama y fortuna. Su apuesta es traer al siglo XXI el modelo de novela decimonónica, retratar el mundo según el modelo de Balzac o de Tolstoi. Pero claro, Franzen no es Dickens ni Víctor Hugo, sus textos son desparejos, ciclotímicos, bipolares. 

En Pureza, su obra más reciente, el literato, que suele jactarse de no leer las críticas, reproduce algunos de los dicterios que ha recibido su producción: "obesa, rancia y agotadora". Cuestión de gustos, en todo caso. Para quien esto escribe, semejante ambición narrativa no merece otra cosa que aplausos. Y al concluir Pureza (Salamandra, 697 páginas) uno siente que no ha perdido el tiempo, que los temas y subtemas tratados han resultado interesantes, que algunos personajes han atrapado nuestra imaginación, que el novelón, en fin, logró imponerse a la prosa defectuosa, al melodrama, y a una poética horripilante. 

Léase, a modo de ejemplo, la metáfora que afea la página cuatrocientos ochenta y tres: "La luna en lo alto, entre la bruma de Filadelfia, era una pastilla beige que se iba disolviendo". Y no es la peor.

Bien puede ser considerada Pureza como parte de una trilogía americana, es decir la continuidad de la magnífica y consagratoria Las correcciones (¿cómo olvidar a la familia Lambert?) y de la ni fu ni fa Libertad. Es mi novela de la costa oeste, ha explicado Franzen a un periodista. Continuidad, dijimos, porque forma parte de un mismo impulso artístico: colocar un espejo frente a una porción de la sociedad para detallar la neurosis y la idiotez de los estadounidenses. Pero el libro es más que reflejo, tiene un arquitectura compleja.

Abarca Pureza siete largos capítulos, que van y vienen en el tiempo. Pureza Tyler, 23 años, vive con su madre hipocondríaca en el valle de San Lorenzo, a un escupitajo de distancia de Oakland, hermosa colmena humana donde cualquiera puede ser lo que desee sin ser perturbado. En una casa de okupas, una chica alemana la recluta para Sunlight Proyect, una red de divulgadores -al estilo WikiLeaks- de las inmundicias que ocultan gobiernos, corporaciones y abusadores. Aquí, Julian Assange se llama Andreas Wolf, proviene de la extinta República Democrática Alemana y tiene su base de operaciones en Bolivia.

Es un protegido de Evo Morales. Vuela Pip (¿homenaje a Grandes esperanzas de Dickens?) a Sudamérica y la trama sucumbe entonces a la fascinación de lo real maravilloso que, al parecer, aqueja desde 1492 a todos los cronistas con buena conciencia que vienen al Sur. Decepciones mediante, la chica Tyler finalmente recala en la Denver Independent, una agencia de periodismo virtual que cultiva la investigación a la vieja usanza, es decir con periodistas en la calle. Todo se vincula con todo. Es un rompecabezas fascinante, pero no podemos decir más.

EL NUCLEO

El núcleo incandescente de la obra son la galería de caracteres raros, pirados/as que hacen todo mal, y las relaciones nebulosas entre los protagonistas: la exasperante Pip Tyler, su mamá chiflada Anabel (el mejor personaje del libro), el manipulador Andreas Wolf y el periodista buenazo Tom Aberant. Pureza tiene otros dos sentidos. La castidad del amor filial (el ágape cristiano) que todos ansiamos dar o recibir.

En torno a las desventuras de la paternidad/maternidad, ese "enorme bloque de granito plantado en el centro de tu vida", orbitan las más profundas reflexiones del libro. Y en segundo lugar, Franzen cavila sobre la pureza de las intenciones de los activistas y los magnates de Internet.

Su conclusión es pesimista. Llega al extremo de parangonar el ecosistema web con el "socialismo del Estado proletario" que sojuzgaba en media Europa antes de la caída del Muro de Berlín. Ambos son sistemas totalitarios en los que al individuo le resulta imposible abstraerse; ambos aniquilan la intimidad, es decir cualquier diferencia entre lo público y privado, y ambos logran prosperar merced al temor que infunden.

"Internet -establece el autor- está más bien dominado por el miedo: miedo a no ser popular, ni suficientemente cool, miedo a perderse algo, miedo a ser criticado u olvidado. En la RDA, a la gente le aterraba el Estado; bajo el Nuevo Régimen lo que aterra a las personas es el estado de la naturaleza: matar o morir, comer o ser comido".

Hay que decir que Franzen procesa mejor los conflictos individuales y los avances tecnológicos que las cambios históricos y las disputas sociales. Su visión de Alemania Oriental no va más allá del tópico. Esa superficialidad sobre los fenómenos colectivos es -junto a una prosa que hace rechinar los dientes- el defecto de fábrica de su trilogía. Pureza, por otra parte, abruma con todos los tics del feminismo. ¡Ah!, la corrección política, qué peste.

Nadie podría negar que una buena cantidad de sus párrafos macizos puede ser mejorado hasta por un plumífero de tres al cuarto, que hay demasiadas tempestades en un vaso de agua y que han desperdiciado un par de personajes atractivos (Anabel y Dreyssus) pero en el conjunto los ripios no son, al fin y al cabo, más que detalles. Lo trascendente es que la novela rebosa de ideas profundas, como la analogía entre los depredadores sexuales y los agentes de la Stasi, o la advertencia de que todas las compulsiones apestan a muerte por su capacidad de provocar un cortocircuito en el cerebro que reduce la personalidad a un bucle de estímulo y respuesta. Inspiradora también es la visión del mal desde una perspectiva que recuerda a Soren Kierkegaard: 

"Si el tiempo es infinito, entonces tres segundos y tres años representan la misma fracción, infinitamente minúscula. Y, por lo tanto, si infligir tres años de miedo y sometimiento está mal, como concedería todo el mundo, infligir tres segundos no está menos mal. Le pareció ver un vislumbre fugaz de Dios en ese cálculo, en la duración infinitesimal de una vida. Ninguna ejecución, por rápida que fuese, disculpa el dolor causado. Si uno es capaz de hacer ese cálculo, significa que debajo del mismo se esconde una moral".

El autor de Las correcciones ha llegado a la conclusión de que el tamaño y el grosor importan, que la magnitud define a una novela. Eso es bueno. La gente interesante -sobre el papel o en la jungla social- nunca es moderada. El modelo Franzen no es Tolstoi pero se le acerca bastante. Lo dickensiano y la crítica social funcionan muy pero muy bien en la trilogía.