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Viaje al corazón del Planeta Gusmán

Periodista:
Agustín Scarpelli
Publicada en:
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El problema que acecha a Luis Gusmán no es el de la hoja en blanco. “¡No puedo parar! ¡Me cebo! El problema es que tengo que administrarme –confiesa el autor– porque me divierto muchísimo escribiendo”. Como se ve, no es sólo una cuestión de oficio el motor de la obra gusmaniana.

“Después que ustedes me pidieron el Barthes –dice Gusmán en referencia a un artículo encargado por Ñ para el número que conmemoró los 100 años del nacimiento del autor– ya no pude parar de escribir”. Por eso esta semana Ediciones Godot está publicando Barthes. Un sujeto incierto, donde desarrolla las ideas todavía embrionarias de aquel artículo. Podríamos decir que la “máquina Gusmán” se mueve por una pasión infantil, si no fuera porque está en un momento tan maduro de su obra. El botón que sirve de muestra es Hasta que te conocí (Edhasa), su nueva novela.

Allí Gusmán construye, con la precisión de un relojero, un thriller sofisticado pero sin pretenciones: “No quise transmitir ningún mensaje”, afirma. Se trata de un policial negro que habilita escenas al mejor estilo de clásicos del cine como Taxi Driver o Carlito’s Way, pero ambientado en el conurbano bonaerense. Uno de sus personajes centrales vuelve a ser el gran Walenski, uno de los pesistas de Tennessee (1997), interpretado magistralmente por Lito Cruz en Sotto Voce , la versión fílmica de Mario Levin. Esta vez, sin embargo, su histórico partener, Smith, deberá operar desde la sombra de su tumba. “No sé por qué lo maté –se lamenta Gusmán– es la primera vez que extraño a un personaje, por eso tuve que convocarlos nuevamente”. Como se sabe, la condición de muerto no es un impedimento en el Planeta Gusmán –donde literatura y vida no transitan carriles separados– para que alguien ejerza toda su influencia en el mundo de los vivos.

Sin embargo, no es este motivo – Il morto qui parla –, el único guiño típicamente gusmaneano. Desde el principio allí están, además de los sospechosos mecanismos psíquicos de los que se valen los sueños para prestidigitar el mundo de la vigilia –“yo estoy muerto, pero ya vas a tener noticias mías”, le dice el finado Smith a Walenski–; el barrio de Avellaneda; el Riachuelo hediondo, la frontera entre civilización y barbarie; y las duplicaciones.

Aún así, la novela marca un nuevo deslizamiento en el conjunto de su obra desde el momento en que estos recursos gusmanianos están puestos al servicio del policial negro, con todas las particularidades del género: hay un crimen y un misterio a develar; un detective con su asistente que deben perseguir cada pista hasta allí a donde ella los lleve; unas mujeres tan atractivas como maliciosas que conducen a los hombres a la locura; el mundo sombrío de los clubes nocturnos.

Es, por el mismo motivo, una novela que permite –y hasta exige– una lectura hacia atrás: pocas escenas están puestas de manera arbitraria o circunstancial; cada una está al servicio de la historia.

Los salvoconductos que llevan desde el policial negro a los bajos fondos suburbanos son conocidos. Pero Gusmán va más allá: en el centro de la historia está Silvio, un stripper que posibilita toda una serie de relaciones entre personajes heterogéneos y disímiles. El mismo conduce a las peleas clandestinas de perros en el oeste bonaerense y, de allí, a una veterinaria llamada Almanimal ; tal vez por el alma salvaje de su madura, seductora y peligrosa dueña. “No lo había pensado así”, confiesa Gusmán, que más de una vez se muestra excedido por las conexiones y referencias cruzadas que se dan en el interior de los universos imaginarios que él mismo crea y que terminan por sorprenderlo cuando contaminan el mundo real.

Es la ocupación extravagante de Silvio la que permite el cruce entre gente de lo más común que, cada tanto, hacen cosas que escapan a su control. Pecadores.

Esto no quiere decir que haya un protagonista central. O, en todo caso, ese lugar va mutando sin solución de continuidad hasta el final. Se podría emplear la frase trillada de “novela coral”. Pero aquí no hay coros; en todo caso, alaridos, gente buscando el roce de la vida, hastiada de tanta soledad.

Si bien en principio parecería no haber nada del autor en Walenski, un ex pesista que termina regenteando un gimnasio, lo cierto es que el personaje se pregunta por qué está ayudando a una chica desconocida a encontrar a un stripper que no quiere reconocer su paternidad. Es, justamente, el tema de la orfandad y el bastardo el que persigue a Gusmán desde su primera novela y que vuelve metamorfoseado. Es, podemos decir, la herida gusmaneana.

–¿Qué te llevó a meterte con el mundo de los gimnasios y los strippers?
–Lo que me pasó en este caso, y que no me había pasado antes, es que extrañaba a los personajes de Tennessee. Tal vez tuvo que ver Sotto Voce, porque a Lito Cruz y a Martín Adjemian los tengo acá (se señala la nuca). Y ahora, cuando terminé con Hasta que te conocí, me pasó lo mismo. Me da pena dejar a los personajes, y ya estoy pensando en la próxima historia de Walenski. Fernando Fagnani (editor de Edhasa) me decía que haga una en la que Walenski vaya a buscar al padre, pero no da la edad, porque Walenski ya es un hombre maduro. Pero lo cierto es que lo que más cerca me sonaba de un pesista es el mundo de los gimnasios, aunque nunca fui a uno en mi vida, y por ahí se nota (risas). Busqué en Internet información: el nombre de “Smith” surge de la marca de una de las máquinas que vi en Internet.

–Pareciera que primero están los personajes y detrás llega la trama. ¿Cómo es ese tema en tu trabajo?
–En eso sigo mucho a Georges Simenon. El decía: “lo primero que pienso es el nombre. Una vez que tengo el nombre, tengo una nacionalidad. Después le pongo la edad. Una vez que tengo todo eso le invento un oficio. Por último, lo ubico en un escenario”. Y el resto es la contingencia. Por supuesto, todo esto lo tenés que insertar en una trama que, muchas veces, existe previamente.

–En Hasta que te conocí uno tiene la impresión de que cada escena está conectada con el todo...
–Sí. Están absolutamente entretejidas las escenas. Casi te diría paso por paso. Trabajamos mucho el tema de la verosimilitud con Marcelo Gargiulo y con Fernando Fagnani. Con ellos nos divertimos mucho porque en la primera versión el inspector Bersani va a las dos horas de cometido el crimen a verlo al forense. Entonces yo los cargaba, “Escuchenmé, ¿esta es una autopsia express? Se parece al Carrefour”. Entonces le agregué toda una noche. Esos detalles están muy cuidados, como los detalles de argumento. Lo que tuve que controlar mucho es que se diferenciaran Walenski de Bersani. Porque los dos son irónicos, cancheros. Pero ese es el mundo en el que viven.

–Pero también es esa canchereada lo que condimenta los diálogos.
–Claro, por eso Jorge Jinkis me decía: “Ellos no hablan, en el sentido de un diálogo, replican”. Si uno pregunta “¿Qué tal el tiempo?”, el otro, en vez de responder, dice: “¿Qué tiempo?”. No es lo mismo la réplica que la respuesta. Entender eso me sirvió mucho para construir el relato.

–Pero ¿no es el género el que te permite diálogos poco costumbristas?
–Claro, el género permite la réplica y hace que la novela no sea anacrónica. Y es por eso que puedo permitirme que Walenski, cuando le toca hacer de stripper, elija el tema “Bésame mucho”, que está totalmente pasado de moda.

–¿Y es también el género el que permite la caracterización, muy distinta, de los personajes masculinos y femeninos?
–Es otra cosa que me hizo ver Jorge: los personajes masculinos tienen un pasado. En la novela se habla de sus historias. En cambio las mujeres viven en un presente. Como si no tuvieran infancia. Y eso hace que vivan inmersas en una fragilidad en la que cualquier movimiento se transforma en una fatalidad que puede hacer cambiar todo en un segundo.

–Ninguno es un personaje entrañable excepto, tal vez, Walenski…
–Es verdad, porque todos mienten. Es más, viven en la mentira. De allí los epígrafes. El primero, de Elliot Chaze, dice (cita de memoria): “Tu amor está donde es fácil de conseguir y fácil de perder”; El otro es de Friedrich Nietzsche: “El hecho no es que me hayas mentido sino que ya no te puedo creer, eso es lo que me hace estremecer”. ¡Es un tango!

–El único que no miente es Walenski. Y la única mentira que comete le cuesta una venganza: le matan a su única compañía, el perro...
–Sí, no lo había notado. Pero además, en un momento Bersani dice, “lo pudo matar cualquiera”. Es decir, todos eran sospechosos y podían dudar del otro. Por eso aparece tan en primer plano los celos y el juramento. “Jurame que no lo mataste”; “Jurame que me amás”. Es una novela de amor con un relato policial. Pero no de amor idílico, sino de amor como sucede en la realidad, ese que te vuelve loco.

–También se puede leer como la incomprensión masculina de la mente femenina… 
–Sí, es otra lógica. Quedan muy a merced del misterio femenino. Silvio es el primero que queda enganchado: deja embarazada a una mujer cuando era lo último que quería; Walenski queda enganchado, amorosamente, con Clara. Bersani es el único que tiene una relación clara con su amante. Aunque es justamente ella la que –en esa escena en la cama donde Bersani le cuenta el caso y ella le da su hipótesis sobre el crimen– le dice, “vos no sabés nada de mujeres”.

–Hay algunos elementos que brillan por su ausencia. Quiero decir, que a pesar de no estar, se huelen, se sienten en el aire, como el alcohol.
–Sí, Fagnani me lo hizo notar. Pero le gustó porque pensó: “La procesión va por dentro. Tus personajes sufren de abstemia”. En ese sentido la novela es discreta y sobria. Podría haber puesto merca, un travesti, etc. Pero no quise caer en eso. Hay una película, El tambor de hojalata, basada en una novela de Günter Grass, en la que el director pone nazis por todos lados, pero hay una sola escena, donde un bebé juega con un sonajero en el que se ve una pequeñísima banderita con la cruz esvástica. Con eso ya estaba.

–Hay algo más que está llamativamente ausente de tu novela y que pareciera ser una necesidad del género policial: me refiero a los aparatos de comunicación, desde el celular al mail.
–Sí, es verdad. Hay un teléfono celular, pero del que no se realiza ninguna llamada. Sólo está allí porque contiene unas fotos que podrían presentar una pista para saber quién es el asesino. Pero te confieso que tenía miedo de hacer una novela que resultara ajena para los lectores jóvenes. En ese sentido creo que la diferencia entre Borges y Bioy es que Borges era mítico, entonces podías leerlo en 1970 y hoy, mientras que Bioy crea personajes que hablan de manera tan contextual, a quienes se les nota su época. Yo no quería que fueran extemporáneos ni modernos. Te diría que esta es mi novela menos literaria en ese sentido: son gente común que se ven envueltos en situaciones complicadas.

–Es justamente el giro que sufre sobre el final la trama lo que, de alguna manera, también quiebra las reglas del género…
–Sí, pero de eso no vamos a hablar. Nos estaríamos metiendo en el trabajo del lector.