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Una novela poética y onírica

Periodista:
Laura Cardona
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En La poética del espacio, Gastón Bachelard dedica un capítulo a la miniatura. Entre sus muchas y preciosas observaciones, afirma que la imaginación miniaturizante aparece a lo largo del tiempo en el ensueño de los soñadores natos. Las miniaturas abundan en los cuentos de hadas: una casa cabe en un garbanzo, por ejemplo. Las propiedades se condensan y enriquecen lo grande que existe en lo pequeño. Semilla del ensueño, para hacer creer hay que creer, dice Bachelard.

Los oniros de Las miniaturas, la segunda novela de la brasileña Andréa de Fuego, ayudan a soñar y para eso recurren a miniaturas que reproducen un objeto real: una pirámide, una manzana, un dinosaurio, un libro. Versiones devaluadas de la miniatura literaria que, en la hipótesis de Bachelard, estimula valores profundos, las que se amontonan en las gavetas de los oniros son pequeños objetos de plástico disponibles para ser agitados frente a los ojos cerrados de quien sueña como parte del proceso de sueño dirigido. La materialidad de estas miniaturas ayuda a la elaboración del sueño. Que los soñadores respondan o no a las miniaturas es determinante para la labor de los oniros, que se desarrolla en los innumerables cubículos individuales del Edificio Midoro Filho. Allí acuden los ciudadanos no para que les interpreten los sueños sino para que se los induzcan.

La actividad de los oniros está muy reglada y supervisada por una entidad -el Edificio- que no se sabe bien qué es: parece una maquinaria burocrática que establece pautas que deben respetarse y vigila que se cumplan, remedando levemente una atmósfera kafkiana. El reglamento prohíbe que un oniro atienda a dos personas familiares entre sí. Pero el sistema falla y un oniro se queda con una madre y su hijo. Su parecido físico es la clave para reconocer su parentesco, y el oniro, fascinado de algún modo por esta dupla, la conserva a pesar de que sabe que está subvirtiendo las reglas. Y esto por varios motivos, puesto que su deseo de ser elegido voluntariamente por estos soñantes genera una desmedida intervención en sus realidades.

Tres narradores: el oniro, la madre y el hijo, alternan sus voces en los distintos capítulos de esta novela. Como ocurre en los relatos de narradores múltiples, la trama se va articulando e iluminando desde ángulos no necesariamente complementarios. La madre, impulsiva y enérgica, tiene un taxi con el que sostiene la economía familiar. Sin embargo, los ingresos parecen no ser suficientes, porque obliga a su hijo adolescente a trabajar en una estación de servicio y pone en riesgo su estudio. El "parece" es aquí fundamental. Hay certezas y también apariencias de certezas en este mundo urbano donde nadie termina de comunicarse con claridad. O en el que la relación entre causa y consecuencia no siempre es deductiva.

En principio, el sueño inducido no es sino un catálogo de imágenes regladas por una institución que supone que va a mejorar y organizar la vida de la gente. Sin embargo, la realidad de los protagonistas muestra una débil relación con este tratamiento e incluso, un contraste entre las libres asociaciones de los que sueñan y sus conflictos diarios. Este punto es una fortaleza de la trama, aunque al mismo tiempo marca un punto de fuga por donde se quiebra la red de relaciones y la historia pone en cuestión su propio sentido. El caos que se desarrolla en algún momento en el Edificio revela esto.

Con una bella prosa,Del Fuego inscribe un capítulo en la tradición literaria de la oniromancia, inspirada por la lectura de Sobre la interpretación de los sueños, el tratado escrito por el griego Artemidoro en el siglo II. Imaginó un oniro, un edificio, una madre y un hijo, y entre ellos el sueño y la realidad, lo onírico operando sobre la interpretación, lo real operando sus propias reglas, y la constatación de que los sueños no impactan o anticipan en clave la realidad.