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Emmanuel Carrère habla de “El reino”

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Lo que nos gusta de Emmanuel Carrère es que siempre nos lleva a un lugar al que no esperábamos que nos llevara. Y en su nueva y extensa novela El reino lo hace de nuevo, más que nunca, de hecho. El reino tiene un título que suena como una saga de ciencia ficción, tipo Dune. Pero estamos lejos de eso y, al mismo tiempo, tampoco tan lejos, ya que se trata de la fe y de los primeros cristianos. Y acaso Borges, por citar a un solo autor, ¿no consideraba que la teología era una rama de la literatura fantástica? Emmanuel Carrère empezó a preguntarse por la religión cristiana cuando trabajaba en el guión de Les Revenants, exitosa serie francesa en la que los muertos resucitan, como sin tener conciencia de haber muerto. ¿Cómo se puede creer en esas historias insensatas de resurrección, de milagros y de inmaculada concepción? ¿Cómo explicar la persistencia de una religión cuyos fundamentos son tan poco racionales, como los relatos mitológicos o los cuentos de hadas, pero que sin embargo conquistó el mundo? Ese es el punto de partida de la investigación metafísica que el escritor va a desarrollar en 520 páginas. En un primer momento, se propone entrevistar a creyentes e incluso hacer una travesía “tras los pasos de San Pablo” para obtener respuestas, antes de darse cuenta de que no necesita ir tan lejos “ya que todo este tiempo tuve a un cristiano al alcance la mano, lo más cerca posible: yo”.

De Una novela rusa a De vidas ajenas, Emmanuel Carrère adquirió el hábito de contarse a sí mismo, pero nunca había evocado la crisis mística que vivió a comienzos de los años noventa. En aquel entonces, estaba en un momento difícil en su vida personal: no lograba escribir. Sin escritura, se dedica a las Escrituras, va a misa todos los días, cada mañana comenta los Evangelios. Detrás de su conversión, hay encuentros pero sobre todo una frase extraída del Evangelio según San Juan: “Cuando envejezcas, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras”.

No es que teníamos ganas de ir tras los pasos de los primeros cristianos, pero Emmanuel Carrère transforma el viaje por Grecia, Roma y Jerusalén en una aventura erudita y emocionante con una clara inclinación hacia el péplum, una aventura en la que el autor se burla de sí mismo con un humor que por momentos recuerda a La vida de Brian de los Monty Python, y en la que abundan las comparaciones audaces, a menudo iluminadoras, con el mundo contemporáneo. Las luchas internas entre Pablo –que tuvo un papel muy importante en la expansión del cristianismo– y el apóstol Pedro son tan retorcidas como las de los bolcheviques revolucionarios; Nerón aparece comparado con Putin, San Juan con Bin Laden. Hay sangre, sexo y sobre todo una reflexión apasionante sobre la escritura a través del personaje de Lucas, compañero de ruta de Pablo y evangelista, con quien pareciera que Carrère se identifica.

Para hablar de El reino, nos encontramos con el escritor en su casa en París, algunos días antes de que se vaya de vacaciones a Patmos, la isla en la que San Juan habría escrito El apocalipsis. Nada es casualidad.

ENTREVISTA> El reino empieza con el relato de tu propia crisis mística. Un episodio que, según escribiste, olvidaste por completo. ¿Cómo es posible?
Lo que cuento en el prólogo del libro está apenas exagerado. Me puse a escribir este libro sobre el cristianismo habiendo borrado por completo que yo mismo había sido creyente. Había algo realmente escindido en mí. Llegó un momento en el que me di cuenta y entendí que debía incluir esa experiencia personal. Claramente no da una imagen demasiado feliz de la fe cristiana. En el momento de mi conversión, estaba pasando por un momento de gran desesperación. Me sentí liberado de mi propia voluntad, de mi propia iniciativa. Mi fe era claramente un refugio neurótico. Conozco a cristianos que son mejores publicistas del cristianismo que lo que yo era en aquel entonces. Pienso por ejemplo en Jean Vanier, el creador de la comunidad del Arca, de la que hablo al final del libro.

¿Cuánto tiempo duró esa “crisis”?
Más o menos tres años. Digamos que el comienzo es muy claro; el final, mucho menos. Fueron tres años muy duros. Aunque no llegué a ser un cristiano integrista o fundamentalista, quería creer realmente que los Evangelios eran la palabra de Dios. Luego eso se fue perdiendo pero quedó presente en mi trabajo. Durante ese período, escribí la biografía de Philip K. Dick, a quien hago mucha referencia en el libro porque es realmente un caso apasionante de mística salvaje. Luego, escribí El adversario y participé en la edición de la editorial Bayard de la Biblia. Estas preguntas me seguían dando vueltas y se inmiscuían en materiales literarios. Y al entrometerse en la literatura, la rigidez dogmática se fue suavizando.

¿Y qué pasó con eso a lo largo de los años?
Varios años después quise volver a reflexionar sobre la religión y la fe pero desde el lugar de aquel en quien me convertí. Aquel en el que me convertí emprendió una suerte de diálogo con mi yo anterior, de quien me siento muy alejado hoy en día, aunque en algunos aspectos sí me siga pareciendo. No me considero para nada creyente pero, al escribir este libro, no me gustaban los momentos en los que me encontraba a mí mismo siendo soberbio, cometiendo el delito de superioridad. Se trata de un intercambio con gente de fe, vivos o muertos, a los que conocí o no, y que a menudo me impresionan. Esta creencia que me parece extraña inspira también conductas humanas que admiro.

¿El tema que está en el centro de tu libro es finalmente intentar comprender por qué se cree?
Sí, intentar acercarme lo más posible a esa frontera sin cruzarla: el lugar en el que la gente cree. Hay una voluntad de encontrar una suerte de término medio pero también una manera de moverme en zigzag, de intentar permanentemente estar de un lado y después del otro, del escepticismo que es mi lado, del agnosticismo, a la fe, que no solo ya no tengo sino que no deseo volver a tener. Y sin embargo, el otro tema central de El reino es cuestionar el remanente, ese resto, lo que queda en mí de esa fe. Si fuera completamente coherente, me diría que el cristianismo se basa en la fe en la resurrección de Cristo, que era el hijo de Dios, nacido de las entrañas de una virgen, y todas esas cosas en las que no creo ni un poco, en las que nada en mí cree, y me diría que todo eso es falso, que son tonterías. Pero no llego a pensar eso. No logro decirme completamente que el cristianismo es idéntico a esas teorías ya superadas sobre la circulación de la sangre o la astronomía, teorías invalidadas que solo le interesan a los historiadores de la ciencia. No logro pensar al cristianismo únicamente como algo histórico y culturalmente interesante pero absolutamente caduco. No, hay algo en mí que resiste, quizás el núcleo duro de la enseñanza evangélica que me resulta extremadamente nutritivo e incluso verdadero.

¿Qué sería ese núcleo duro?
Lo que más me toca es el sistema de inversión total de valores. Nietzsche se jactaba de invertir todos los valores, pero la inversión más radical, la más loca, la más extravagante, la que va más en contra de todo lo que uno cree saber en sociedad, de la vida humana, de cualquier cosa que uno haga dos mil años después, es el cristianismo.

Ensayo, investigación, memorias… ¿Cómo definirías a El reino, ese objeto extraño?
No sé. Ya no pongo subtítulos desde mi libro El adversario. A decir verdad, me siento muy cómodo con el hecho de que sea un objeto un poco híbrido. Hay una suerte de memoria autobiográfica, una investigación histórica y, podemos decirlo de forma enfática, una meditación sobre el cristianismo. Me parece que todo esto forma una buena mezcla. Lo que me sirvió de hilo conductor fue la lectura del Nuevo Testamento y la figura de Lucas, el evangelista, que me permitía seguir a un personaje y un hilo cronológico. Lucas es un testigo, un cronista. Los otros tres evangelios emanan directamente de la Iglesia y se dirigen a los creyentes. En cambio, Lucas viene del exterior. Primero, es el único goi (no judío) de la historia. Es un griego, un pagano, que se interesa en el judaísmo y que escribe tanto para los judíos que se volvieron cristianos como para los paganos curiosos. Está en una posición fronteriza como también lo es la mía, ya que me dirijo tanto al lector creyente como al lector infiel. Entre mis amigos cercanos hay creyentes pero vivo más bien en un medio plácidamente ateo o agnóstico, al que hay que empezar por decirle “lean, es interesante”. En cuanto al lector creyente, no hay que desanimarlo diciendo de entrada que uno no cree. Por otro lado, la elección de Lucas me parecía coherente ya que él es el único evangelista que adoptó deliberadamente el punto de vista del historiador o del periodista. Llegó veinte o treinta años después de los “hechos” y quise imaginarme cómo habrá sido su investigación, haciéndome una pregunta que en apariencia es simple pero en realidad es muy fecunda: ¿de dónde saca todo eso Lucas? ¿Lo copió? ¿Lo inventó? Yo creo que inventa bastante. Algunas de esas invenciones forman parte de los greatest hits del cristianismo: el buen Samaritano, el hijo pródigo, el Magníficat. La historia del hijo pródigo ocupa veinte renglones pero desde hace dos mil años nunca se agotó. Es el puro esplendor de la literatura.

Escribiste que a través de tu investigación sobre el evangelio de Lucas querías demostrar los engranajes de una obra literaria. ¿Es también una forma de reflexionar sobre tu propio trabajo?
Claro, es también una vida de escritor la que yo hice, un poco como un ingeniero. Intento comprender cómo procedió, claro, un poco proyectándome en él. Al mismo tiempo, una gran parte de las hipótesis que formulo sobre Lucas me parecen ciertas. No es que me estuviera divirtiendo haciendo un autorretrato. Pero este trabajo implicaba una interrogación sobre los poderes de la literatura. Porque, dentro del poder performativo de la literatura, los Evangelios son lo más extraordinario que jamás se haya hecho, sobre todo cuando uno ve su increíble influencia y descendencia en veinte siglos. Hay pocas obras literarias de las que se pueda decir eso. Pienso que una de las razones del éxito del cristianismo es su fuerza literaria y novelesca. No es solo una doctrina, es una historia.

Vos dijiste que, por algunas características, tu libro podría leerse también como una investigación histórica. Lográs hacer que la historia se sienta extremadamente viva gracias a la gran cantidad de comparaciones que introducís, particularmente con la Revolución Rusa.
Es el otro período histórico en el que me interesé y que conozco un poco. Más allá de eso, hay parecidos. En el aspecto político, las facciones, las peleas entre Pablo y la “casa matriz” de Jerusalén recuerdan las grandes disputas políticas de los primeros bolcheviques. Esos hombres pensaban en hacer una revolución radical de la humanidad. Su propósito es comparable por su milenarismo, por su manera global de considerar al hombre y a la historia, y porque se encarnó en hombres que, como todos los hombres, son un poco monigotes. Se puede decir de Lenin, de Trotsky y de Stalin, o de Pedro, de Pablo o de Juan.

El reino, así como es exigente en algunos pasajes, es también un libro muy animado y a menudo gracioso. No dudás en evocar al clítoris de María, en comparar a Juan el evangelista con Bin Laden, a Pablo con un “Terminator judío”, etc. ¿No te preocupa ganarte la ira de los católicos integristas, que en estos últimos tiempos siempre están listos para manifestarse?
Honestamente, no creo que un católico integrista lea el libro. Estamos demasiado lejos como para que haya un espacio de diálogo con un integrista. Pero podría responderle, como Ernest Renan lo hizo frente a las violentas críticas que recibió por su Vida de Jesús, a través de esta frase que cito en el libro: “En cuanto a las personas que necesitan, en su deseo de creer, que yo sea un ignorante, un farsante o un hombre de mala fe, no pretendo modificar su opinión. Si la necesitan para descansar no me perdonaría por desengañarlos”.