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La fascinante música de los relatos

Periodista:
Astrid Riehn
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El escritor italiano hizo un viaje relámpago a Buenos Aires para escuchar relatar un partido a Víctor Hugo Morales, a quien admira desde los tiempos de su bariletto cosmico. Posiblemente, además, sea el personaje de su próximo libro que no sabe si será un relato corto o una novela. Considerado uno de los mejores escritores de su generación, Baricco, un contador de historias nato, comenzó a escribir ficción a los 30 años. Seda lo catapultó a la fama internacional, pero considera que no es lo mejor que ha escrito.

 

Víctor Hugo Morales podría ser el protagonista de la próxima novela de Alessandro Baricco (Turín, 1958), o mejor dicho, el modelo según el cual el escritor italiano cincele su próxima creación literaria. “Sí”, contesta sin vueltas Baricco ante la pregunta de si Víctor Hugo le servirá de inspiración para el relator de fútbol que comenzó a escribir hace un año. Lo único que aún no sabe es si se tratará de un relato corto o una novela.

 

Y es que hace dos años, cuando visitó por primera vez Buenos Aires para la Feria del Libro, para sorpresa de muchos, el autor de Seda y Océano mar no pidió ir a ver un show de tango con bailarines contorsionándose for export o hincarle un diente al mejor de los bifes. No: Baricco pidió conocer a Víctor Hugo, a quien admiraba desde tiempos de su bariletto cosmico. “En Europa estamos muy familiarizados con el sonido maravilloso de su voz relatando el gol de Maradona a los ingleses. Es un sonido que tiene que ver con el alma”, explica Baricco. Sin embargo, la apretada agenda de este escritor obsesionado por la música de los relatos, admirador de Osvaldo Soriano y quien, entre otras cosas, dirige una escuela para “contadores de historias” en Turín llamada Holden, le impidió, en ese momento, cumplir con su simpático capricho.

 


La oportunidad se dio hace apenas un mes, cuando poco después de la publicación de su última novela, Tre volte all’alba (Ed. Feltrinelli) en Italia, Baricco se tomó unos días y viajó solo a Argentina para, simplemente, escuchar en la cabina a Víctor Hugo relatar el Boca-Lanús que se jugó en la Bombonera a finales de marzo.


Y fue así como, mientras una histriónica Mariana Nannis, esposa del futbolista a quien Víctor Hugo bautizó “el hijo del viento” en Italia ’90, se paseaba casualmente por los pasillos del mismo hotel en que se alojó Baricco en Buenos Aires, el escritor contestó amablemente, con voz suave y pausada, como de bossa, a las preguntas de Tiempo Argentino.

 

 

–Muchos escritores se interesaron por el fútbol, desde Osvaldo Soriano, Roberto Fontanarrosa, Juan Villoro y Eduardo Galeano hasta Nick Hornby, por citar algunos. Usted mismo está escribiendo un relato relacionado con el fútbol y también se refirió a este deporte en su libro de ensayos Los bárbaros. ¿Cuál es la relación entre literatura y fútbol?

–Hay una profunda conexión entre escribir historias y el espíritu épico del deporte en general, no sólo del fútbol. A la vez, el fútbol es algo muy importante en la vida de cualquier niño, que está muy profundamente dentro de cada adulto en forma de recuerdos. Y como escribir es, de alguna forma, elaborar algo de tu infancia, es bastante probable que tarde o temprano escribas sobre el fútbol.


–En la página web de su escuela de escritura Holden se interpela a los alumnos diciéndoles: “Si ves historias en todos lados, este es el lugar para vos”. ¿Cuándo se dio cuenta de que veía historias en todos lados y que la escritura iba a ser la forma en que las plasmaría?
–La verdad es que me di cuenta bastante tarde, porque empecé estudiando Filosofía y durante mucho tiempo pensé que mi vida iba a ser estudiar e ir a la universidad. Ya en ese entonces escribía mucho, pero nunca ficción. Empecé a escribirla a los 30 años. Obviamente, veía historias en todos lados desde mucho antes, pero no estaba seguro de contar con la fantasía suficiente. Me sentía más racional que fantasioso. Hasta que empecé a escribir el guión de una película y me di cuenta de que podía. Por otra parte, siempre había escrito mucho en diarios como periodista y crítico de música, para políticos, en publicidad... usaba la lapicera todo el tiempo. Así que resultó bastante natural convertirme en escritor.


–Su escuela propone a los alumnos familiarizarse con la industria editorial, el cine, el teatro, la televisión, la publicidad, el periodismo, Internet y otros ámbitos. ¿Por qué es importante que un escritor pase por todas estas experiencias?
–Es que no es una escuela para escritores, es una escuela para contadores de historias. Muchos estudiantes no tienen particular talento para escribir, pero hay otras formas de contar historias, como el cine, la radio, la TV o la publicidad. De los 30 egresados por año que tenemos, sólo tres o cuatro se convierten en escritores. Los demás se dedican a la televisión o los medios digitales. En el fondo, se trata siempre de contar historias.


–¿Qué tipo de consejos les da a sus alumnos a la hora de escribir?
–Cuando en una firma de libros, por ejemplo, me encuentro con alguien que escribe y me pide un consejo, le digo simplemente que esté vivo, que esté hambriento y que lea muchísimo. Pero con mis alumnos paso unos dos años, así que podemos trabajar mucho más. Para mí es muy importante practicar distintas formas de escribir historias. Si me llega un alumno que lo único que quiere es escribir novelas, lo presiono para que escriba guiones de cine o cómics. Él probablemente preferiría quedarse quieto en ese lugar, pero hay que viajar por las distintas disciplinas y llevarse un poco de cada una: ayuda a ejercitar el cerebro. Es un poco como cuando te enseñan a jugar al tenis: tenés que encontrar el punto para golpearle a la pelota. Algunos, por ejemplo, sacan desde atrás. Para un estudiante que quiere escribir novelas, escribir un guión de cine es como si la pelota le llegara desde atrás. El cambio de perspectiva puede ayudar mucho.


–¿Por qué decidió llamar a su escuela de escritura Holden como Holden Caulfield, el protagonista de The Catcher in the Rye de J. D. Salinger?
–El nombre es un chiste y un desafío a la vez. A Holden Caulfield no le gustaba la escuela, por eso, cuando abrimos, pensamos que queríamos construir una escuela en la que Holden fuera feliz. Por eso le pusimos su nombre. De hecho, por su método y por lo que estudiamos, Holden es una escuela muy extraña. Creo que a Holden le gustaría.


–Alguna vez dijo que, tarde o temprano, un escritor escribe sobre su tierra. ¿De dónde viene esa necesidad?
–Siempre sentí que al escribir libros uno tiene, tarde o temprano, una cita con su propia historia. Hay escritores que escriben toda la vida sobre sí mismos; no es mi caso. Sin embargo, incluso para un escritor como yo, llega un momento en que te sentís suficientemente bueno como para hacerlo. Y lo hacés.


–¿En su caso esa cita con su historia fue la novela Emaús?
–Sí.


–También dijo que escribir es una actividad solitaria que puede llevar a la locura. Además de escribir, dirigió una película sobre la Novena de Betthoven, Lezione 21, tuvo un programa de TV sobre libros, enseña en su escuela de escritura, organiza lecturas públicas de sus textos y ha colaborado con músicos en distintos proyectos. ¿Son todos estos intentos de escapar a la locura?
–Exactamente (risas).


–¿Qué cree que podría pasarle?
–No puedo trabajar solo demasiado tiempo, bajando a ciertas profundidades. No es bueno para mí. Cada tanto necesito volver a la superficie de alguna forma. Amo escribir, amo estar solo, de hecho vine a Buenos Aires solo. Pero escribir libros es un trabajo duro, no demasiado bueno para la salud mental. En casi todos los escritores reconocés ese dolor. Yo intento combatirlo.


–¿Qué es lo duro de escribir?
–Hay muchas cosas en este trabajo que son incómodas: la promoción, la relación con los lectores y los críticos, el dinero… no es algo seguro. Pero lo más difícil es que en cada libro ponés una gran cantidad de energía. Es como cuando querés cultivar frutas: tenés que trabajar la tierra durante todo un año y quedás agotado. Después de terminar un libro pasa lo mismo. El riesgo es quedarse sin energía, por eso la parte más difícil del oficio de escritor es mantenerla.


–Tengo entendido que recién está seguro de que sus escritos funcionan cuando los lee en voz alta y le gusta cómo suenan. La mayoría de sus novelas tiene un registro oral e incluso reescribió La Ilíada, el relato oral por excelencia. ¿Cuál es para usted el valor de ese registro oral?
–Hay toda una tradición literaria en la que se intenta fundir lo mejor de la escritura y de la oralidad. La mayoría de los libros de Joseph Conrad, por ejemplo, son orales, son una voz que cuenta una historia. En mis libros hay mucha música porque la música es la herencia de la voz; cuando contás una historia con tu voz, es como si estuvieras cantando. Es una forma de escribir, no es la única. Por supuesto que para mí esto es importante, aunque lo era más cuando era más joven, ahora lo es un poco menos: me importa más la escritura que el canto. Pero básicamente sé que canto.

 

–Hay dos de sus novelas en que cobra gran importancia el mar, que funciona casi como un personaje más. Una es Novecento, la historia del pianista que nunca bajó del barco en el que se crió, y la otra es Océano mar, cuyas historias cruzadas siempre tienen como escenario el mar. ¿A qué se debe esta fascinación?
–Hay ciertos tópicos en mis libros que aparecen una y otra vez, como los pianos. Puede haber alguna explicación psicológica que desconozco y no estoy seguro de querer saber. Simplemente sucede. Lo que sí sé es que me crié en una tierra sin mar, en la que sólo había montañas. El mar era para nosotros un sueño. No tan lejano, es cierto: hasta podíamos olerlo un poquito. Era una promesa de algo lleno de luz, cálido, con mujeres hermosas; quizá, de alguna forma, eso quedó grabado en mi alma.


–¿Es verdad que inicialmente quiso ser músico? De hecho, editó un disco, City Reading, junto al grupo francés Air y organizó una lectura pública con música de Marlango, la banda de Leonor Watling.
–Hubiera preferido ser músico, pero la verdad es que no tenía ningún talento. Intenté tocar distintos instrumentos pero no funcionó. Tengo una gran paciencia, pero cero talento. Así que mi vida tomó otro giro. Me gustan los músicos.


–¿Qué le gusta de los músicos?
–Suelen ser más felices, más físicos. Para ellos es más fácil comunicarse, simplemente tocan juntos. No pasa lo mismo con el lenguaje, y mucho menos con la escritura. En la música todo parece ser más inmediato, más directo.


–Conoce los mundillos del cine, la música, la literatura… ¿dónde cree que hay más ego?
–(Risas) ¡Uf! Creo que donde hay más ego es entre los directores de cine, porque de algún modo la industria te lleva a que te creas un rey. De hecho, tenés que serlo un poco para que la cosa funcione. Creo que, de una forma más discreta, los siguen los escritores, entre los cuales hay muchos egocéntricos.


–¿Tiene relaciones de amor-odio con sus libros? ¿Hay alguno que ame más?
–Para mí es muy difícil diferenciarlos porque en mi mente escribo un solo libro, que viene de muy lejos y que no está terminado. Para los lectores es distinto. Pero para mí es como una larga aventura, con distintas estaciones y paisajes. Diría que hay páginas que amo y otras que ya no me gustan.


–¿Qué sentimientos tiene hacia Seda, que lo hizo mundialmente famoso y se convirtió en long seller, sobre todo sabiendo lo incómoda que puede resultar la palabra best seller?
–(Duda) Uno no tiene una clara percepción de eso. No es algo que pasa de un día al otro, pasa en un largo período, lo que te da tiempo para reacomodarte. En el caso de los actores y los deportistas es diferente. Pero para un escritor, el impacto es más suave, así que no puedo decir que fue un shock o algo así. De seguro que cambió el paisaje de mi vida, pero no de una forma conmocionante. Además, creo que siempre es mejor tener éxito. Es peligroso, pero definitivamente es mejor. Para los escritores es muy importante tener al menos cierto nivel de popularidad, si no sentís que no existís, lo cual es mucho más duro. Personalmente, creo que tuve mucha suerte con Seda. Es muy curioso el fenómeno que se dio con esa novela. Tengo una buena relación con ella, aunque no creo que sea lo mejor que escribí. 
 

Emaús, una cita con la propia historia

Emaús, la última novela de Alessandro Baricco editada en la Argentina es, según su autor, la más autobiográfica. En ella, el escritor describe la pérdida de la inocencia de un grupo de adolescentes católicos de clase media en el norte de Italia, a finales de los ’70, cuyo acotado universo estalla en mil pedazos cuando irrumpe en sus vidas Andre, una chica rebelde y precoz de clase alta. Aquí, un fragmento:

 

“Nosotros nos morimos; de vez en cuando, ellos son asesinos o asesinados. Si intento explicar la fractura de casta que nos separa de ellos, nada me parece más exacto que referirme a lo que los hace irremediablemente distintos y aparentemente superiores –el contar con destinos trágicos. Una cierta capacidad de destino y, en particular, de destinos trágicos. Mientras que nosotros, en cambio, lo correcto sería decir que no nos podemos permitir lo trágico, tal vez ni siquiera un destino – nuestros padres y nuestras madres dirían que no nos lo podemos permitir. Por eso tenemos tías en silla de ruedas debido a sobrevenidos ataques de apoplejía –babean educadamente y miran la televisión. En cambio, en las familias de esa gente, abuelos en trajes cortados a medida cuelgan trágicos de vigas de las que se colgaron debido a sobrevenidos desastres financieros. De la misma manera que puede ocurrir que hayan encontrado un día al primo con la cabeza abierta por un golpe bien asestado, inferido de arriba abajo, en la cornisa de un apartamento florentino –el arma homicida: una estatuilla helenística que representa La templanza. Nosotros, en cambio, tenemos abuelos que viven eternamente: se encaminan, todos los domingos, incluso el último antes de morir, a la misma pastelería, a la misma hora, para comprar las mismas pastas. Contamos con destinos mesurados, como si fueran consecuencia de un misterioso precepto de economía doméstica. Así, cincelados fuera de lo trágico, recibimos como herencia la bisutería del drama –junto al oro cequí de la fantasía.”

 

© Astrid Riehn, Tiempo Argentino