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“Escribo sobre lo que no comprendo”

Periodista:
Silvina Friera
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¿Qué hacer con la “normalidad”? No importa la caducidad de ciertas nociones –algún estupor podría generar suprimir las comillas del sustantivo–, sino el hilo, más o menos visible, que podría conectar momentos íntimos de la vida cotidiana en Madrid de cuatro personajes: un joven que estrena a los tumbos una paternidad imprevista, una hija con la madre postrada y la muerte que se avecina, una adolescente que soporta el despertar sexual y sentimental como puede, una joven subyugada por esa criatura inaudita y estrambótica que le tocó como madre. Ninguno está pensando en esa trascendencia laica que es la gloria. Andan –eso sí–- enfrentando con una voluntad encomiable intemperies de diversas magnitudes y resortes vitales que acumulan “anomalías” aceitadas. Disponen, acaso sin saberlo, de un catálogo de conflictos casi naturalizados por el uso y la costumbre. Las cuatro novelas que integran Ha dejado de llover (Anagrama), de Andrés Barba, funcionan como un cuarteto en el que vibran, de un modo oblicuo, variaciones sobre la soledad en la ciudad.

 

 

El joven padre de Antón, en la primera de las historias, lidia torpemente con una desconcertante paternidad. El perímetro de lo que estima que es su hijo se desplaza más allá de sus narices. “La soledad se convierte en un reverbero sordo. Soledad suya, pero también soledad del niño”, dice ese narrador en tercera persona, como si estuviera posado a la altura de la nuca del protagonista. “No tenía intención de hacer un retrato de la soledad. En realidad, son personajes que hacen bastante por comunicarse. Luego son más o menos desastrosos en sus vidas y salen como pueden adelante. La soledad en la ciudad es un elemento clave por contraposición al movimiento y a la sensación de que nos cruzamos siempre con gente que es más feliz que nosotros y que nos está faltando algo que los demás tienen”, compara Barba, narrador madrileño que fue finalista del Premio Herralde con La hermana de Katia (2001). “La paternidad es un sentimiento que debe ser inventado por cada padre; es una relación no fijada. Cada padre se inventa la paternidad desde cero, con mayor o menor acierto, dependiendo de su imaginación y de su capacidad, que muchas veces es muy limitada. Mi personaje no sólo es muy incapaz, sentimentalmente hablando, sino que la vida tampoco se la pone especialmente fácil –reflexiona el autor de La recta intención y Las pequeñas manos, entre otros títulos–. Como tantos hombres separados de su mujer, está corriendo detrás de un niño al que no llega a conocer nunca; se ha quedado con el niño anterior, que no existe cuando lo ve la siguiente vez. Es una especie de padre tantálico, un Tántalo hecho padre. Siempre el hijo es otro.”

 

Las gotas de estilización de Barba (Madrid, 1975) nutren revelaciones que subvierten las contrariedades incubadas en torno de nudos existenciales. “No es la epifanía en la que baja la paloma del Espíritu Santo –aclara con una mueca de ironía en los labios–, sino una iluminación sobre algo que provoca una comprensión. Y a su vez provoca el final de un problema esencial que parecía que nunca iba a terminar. De repente ese conflicto termina porque se ha producido una epifanía o una comprensión sobre algo. Y esa iluminación hace que el problema, más que resolverse, se diluya.” El remate del libro con “Compras” pone de relieve una atmósfera de encuentro que despliega esa arma de doble filo que es, al fin y al cabo, el desencuentro entre una madre y una hija; en una ciudad donde la nieve “siempre infantiliza a la gente”, según piensa la hija, que sólo puede llamar a Nelly –su madre– por el nombre. Como si el sustantivo que desgrana el rol materno tuviera un tono inadecuado.

 

 

“Leyendo hace poco la Carta a un joven poeta de Rilke, un texto que todos los escritores deben leer de vez en cuando, a pesar de que hayan dejado de ser jóvenes, da un consejo que sirve también para las relaciones humanas –plantea el narrador español a Página/12–. Más que intentar encontrar las respuestas, recomienda intentar familiarizarse con las preguntas. Las preguntas que se está haciendo usted ahora son las mismas preguntas que se va a hacer toda la vida. Y no las va a resolver nunca. El proceso de madurez no es tanto encontrar una respuesta como amigarse con las preguntas; es lo que le pasa a la chica de ‘Compras’, que tiene una relación muy compleja con su madre. En ese día en que aparentemente no pasa nada, consigue amistarse con lo positivo de ser la hija de alguien así. O de ser capaz de admirar, sin rencor, lo extraordinario que tiene su madre.” La lección rilkeana interpela a Barba. Al narrador que fue, es y será. “Yo soy un escritor muy clásico en la aproximación a la literatura; sólo puedo escribir sobre las cosas que no comprendo, pero que desearía comprender, con la esperanza de que efectivamente escribir vaya a suponer una iluminación y acabe entendiendo un poco más. Y sin embargo, cuando los textos salen mejor, uno sigue más o menos con las mismas preguntas sin resolver.”

 

El eco de los Dublineses es evidente. La última historia de Barba habilita una lectura-homenaje a “Los muertos”. “En el caso de Joyce, la manera en que presenta la epifanía es muy similar a la que he adoptado en ‘Compras’ –admite–. De repente una persona, en el cuento de Joyce, durante una noche de nieve, entiende algo sobre su mujer que lo hace releer su matrimonio a partir de ese descubrimiento. Me interesan mucho esos momentos en la vida real donde nada extraordinario ha sucedido. Pero el vaso se ha movido y la vida es distinta. Y entendemos todo. Literariamente sólo me interesa la vida. No me preocupa la metaliteratura ni reflexionar sobre lo literario.” Intuiciones súbitas, fulgurantes, son ejecutadas en un puñado de frases talladas a la perfección. La hija, confesa admiradora de los personajes femeninos de Chéjov, expulsa un “pensamiento audaz e imposible: ¿Cómo morirá Nelly cuando muera?”. Barba advierte que la hija es como un personaje del gran narrador y dramaturgo ruso “pero sin el estallido”. “Los personajes de Chéjov han tragado y tragado durante años hasta que un día se produce un ejercicio de justicia poética y van cantándoles las cuarenta a cada uno. Pero en ‘Compras’ no ocurre esto. La hija sigue pasmada y con la mirada fija en esa criatura absurda y egoísta que es la madre. Al final, lo único que puede preguntarse es cómo morirá cuando muera. Parece imposible que vaya a morir nunca, ¿no?”

 

 

Una pátina de angustia franquea a ese padre perplejo, a la abogada que asiste a la decadencia de su madre, a la adolescente que se inicia sentimentalmente con el tropiezo de comprobar la infidelidad de su padre, a la hija que observa azorada a Nelly. “Nuestro estado habitual, si tuviéramos que definirlo, se acercaría más a la tristeza que a la alegría –subraya Barba–. Los personajes de estas novelitas son optimistas, quieren que las cosas vayan mejor y ponen mucho de su parte para que así sea. En todos los casos se abre una puerta pequeña a una esperanza. Hay más motivos para el optimismo que para el pesimismo. Hasta el más inepto de los seres humanos tiene una capacidad para digerir sufrimientos que me parece impresionante. Esto es para maravillarse: cómo está dispuesta la maquinaria del corazón y del espíritu humano para, a pesar de estar absorbiendo elementos malignos, seguir voluntariosamente empeñados en el bien.”

 

El aliento lírico, licuado en la prosa de Barba, es una cuestión de vida o muerte. “Lo lírico tiene un peligro muy evidente. Los escritores demasiado líricos, como Proust, un escritor que me maravilla y me empalaga a la vez, corren el peligro de estar haciendo frases para cincelarlas en el dintel de la puerta. Y llega un momento en que no son capaces de renunciar a una ocurrencia. Una de las mejores virtudes de un narrador es saber cómo renunciar a cosas aparentemente bonitas que cargan el texto y hacen que no funcione. Cuando uno se está gustando mucho a sí mismo, es casi siempre un error. El texto se sobrecarga y se ahogan los personajes. Es el problema de Proust, que está demasiado obstinado en dar a entender que se ha dado cuenta de las dieciocho posibles interpretaciones de una situación. Y al final ahoga la situación misma. Cuando lo hace bien, no lo puedes creer –-reconoce Barba–. Les pasa a los escritores listos, cosa que no es normal porque los escritores no son inteligentes. Pero de vez en cuando hay escritores listos, grandes genios, como Proust o Henry James, que han luchado contra su propia virtud. La inteligencia, muchas veces, mata los textos por asfixia.”

 

© Silvina Friera, Página 12