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“Hay una aspiración espiritual en la anorexia”

Periodista:
Javier Mattio
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El rechazo de todo alimento como un paradójico hambre de vida, el masticar y tragar como una derrota de la pureza, la libertad de espíritu, la autonomía de la conciencia, pero aun así el cuerpo que irremediablemente se extingue y se marchita. Así retrata la anorexia Delphine de Vigan (Francia, 1966), quien vivió y sobrevivió la enfermedad en su adolescencia, en Días sin hambre. La novela, que puede leerse como una narración autobiográfica de aquel traumático pasaje personal, es a su modo la contraparte de Nada se opone a la noche, libro explícitamente autorreferencial en el que la autora forcejeaba por recrear la vida de su madre muerta, y que fue un gran suceso de ventas en su país.

Y es que Lucile, la madre inescrutable, psicótica y melancólica de Nada se opone a la noche aparece de fondo en Días sin hambre, así como la internación anoréxica es mencionada en Nada se opone… Ambas novelas se revelan entonces piezas complementarias pero opuestas de un mosaico mayor, el de la biografía de De Vigan. Ambos libros, publicados en la Argentina en el lapso de un año, están originalmente separados por una década, tiempo en el cual De Vigan pasó de ser una autora que firmaba con seudónimo (Días sin hambre se publicó en 2001 bajo el nombre de Lou Delvig) a una reconocida autora de bestsellers como Nada se opone a la noche, publicada en 2011, y No y yo (2007), novela “social” llevada hace poco al cine e inédita en la Argentina al igual que el resto de su obra.

Las ediciones locales de la autora francesa condicionan así a encasillarla en la “no ficción”, rótulo de mercado que a ella la incomoda. De Vigan habla de Días sin hambre como de un “accidente literario”, y revela que su historia es más ficción que otra cosa.

“Quería hablar de la anorexia como de cualquier otro material literario, hay en el libro una voluntad de construir un relato más universal que mi propia pequeña historia”, señala. Y sigue: “En la ficción se pueden poner cosas más personales, porque se pueden disimular, distribuir en varios personajes y llevar lo que se siente al extremo”.

“En Días sin hambre había una voluntad de poner las cosas en distancia –agrega–. Sólo sabemos que Laure se llama así en la mitad del libro, cuando vuelve a parecerse a algo. Ningún personaje secundario existió realmente, y la relación con el médico está muy novelada. Me defino como una autora de ficción, pero aun así reivindico y asumo estas dos novelas. Siento que uno no elige los libros que escribe, son más bien ellos los que nos eligen a nosotros. A veces es ficción, otras algo más personal. Y hay que hacerlos”.

A pesar de su tamiz vivencial, Días sin hambre se aleja de la típica autobiografía a través de su oportuna perspectiva en tercera persona, la que marca un espacio tan cálido como intimidante entre la narradora y la protagonista; desdoblamiento que le sirve a De Vigan para desplegar una dura fábula que no pierde sus momentos de humor, y que evita los golpes bajos en su registro preciso de la rutina de hospital, en el trato con pacientes, la idealización amorosa del médico y el pesarse en la balanza. Esa división involucra también un juego de espejos: Laure redacta un diario en su convalecencia, un diario que existió realmente y que a De Vigan le sirvió de materia prima.

“Escribí durante años un diario íntimo, cuando estaba internada, y antes y después también. Cubre muchos años de mi vida y no estaba destinado a ser leído, aunque de a poco se abrió al exterior. Para mí significó una operación de supervivencia, una manera de anclarse en el mundo. Fue un material útil para Días sin hambre y Nada se opone a la noche, pero no fue trabajado literariamente y por eso espero que nunca se publique, aun si alguna vez me pasa algo y no llego yo misma a tirar o quemar esos cuadernos. Estaría desesperada si algún día a alguien se le ocurriera publicarlos”, dice.

Deseo ciego

Uno de los aspectos más interesantes de Días sin hambre es cómo De Vigan escribe sobre la anorexia sin explicaciones médicas, sociológicas o psicológicas: la enfermedad aparece en toda su realidad como una patología existencial similar a la renuncia alimentaria de los santos o los mártires, aunque acá el rechazo al deseo (al hambre) es en sí un deseo de vida, replegado ante el dolor de la realidad externa (De Vigan concentra la acusación en sus padres). Las reflexiones de Laure, que llegan a instantes de belleza zen, son sorpresivamente lúcidas pero ciegas a un organismo que se muere.

De Vigan: “Esa lucidez la observé en otras personas que sufrían la enfermedad, una de las razones por las cuales es tan difícil de tratar. Hay una aspiración espiritual en la anorexia, un extraerse del mundo para buscar protección. Pero es una falacia, no funciona. Se tiene la sensación de que ya no se necesita alimento, de que uno se va a transformar en puro espíritu, en alma, pero no se es más que un cuerpo. Quizás cuando el enfermo comprende que ese proceso es inútil es que puede iniciar la cura”.

“El punto en común para la gente que sufre la enfermedad es un gran apetito de vivir, de querer devorar la vida todo el tiempo”, señala. Y amplía: “No creo en el discurso sociológico que dice que hay una búsqueda estética en la anorexia. Puede estar presente, pero siempre se asocia a algo íntimo, una falencia que viene de varias generaciones de historia familiar. No estoy diciendo que sea culpa de los padres, es más complicado. Hay además una adicción en la anorexia, funciona como una droga”.

Acompañada de sucesos recientes como la publicación de Limónov, de Emmanuel Carrère, la no ficción parece ganar terreno en Francia. ¿Qué piensa De Vigan del fenómeno? “Tal vez tiene que ver con el auge de los talk shows y esa necesidad de contar cosas ciertas, que ocurrieron realmente. Pero para mí eso es mentiroso, porque al menos en Francia los programas de talk show son pura ficción (risas). Estoy convencida de que lo importante es la historia que se cuenta y la manera en que se la cuenta. Cuando salió Días sin hambre la gente me preguntaba ‘¿Y Fatia, qué fue de ella, se curó?’. Yo les decía ‘Fatia no existe’, y se decepcionaban. Pero yo estoy contenta de que la hayan amado, porque quiere decir que hice bien mi trabajo, les hice creer que el personaje existía, y lo importante es lo que sintieron por ella”, cierra