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Los trillizos montoneros

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Los pasajeros del Anna C. es y no es una novela argentina. Laura Alcoba, que vive en Francia desde los diez años, escribe en francés. Su libro, como los de Bianciotti, pertenece a un pequeño grupo fronterizo de obras con temas argentinos en lengua extranjera. Hace muchos años, los avatares excepcionales de una primera traducción de Ferdydurke, en la que intervinieron Gombrowicz y una pequeña brigada de seguidores, puso en el punto más interesante la idea de una extranjería y una adopción imposible. Quien esto escribe piensa, por supuesto, que Gombrowicz es un escritor polaco, tanto como Joseph Conrad es un escritor inglés. Pero el caso de Ferdydurke está fuera de toda norma, porque Gombrowicz es un polaco que devino ícono de una experiencia vanguardista argentina, un escritor decisivo para un momento de esta literatura. Gombrowicz, ficción y personaje, es un punto de giro para los jóvenes escritores que lo conocieron y trasmitieron el mito. El siglo XIX ofrece el más modesto caso de Hudson, escritor británico sobre quien, durante bastante tiempo, se habló como si hubiera sido un hombre de esa pampa que evocó con nostalgia y precisión. Y está, por supuesto, Copi, un caso que podría inaugurar su clase aparte.

Aunque la lengua es decisiva en la nacionalidad literaria, hoy el debate tiene menos sentido que en el siglo pasado. A propósito de esa posible declinación de la patria lingüística de la literatura, la internacionalización de las editoriales y la internacionalización del best-seller y de las novelas “de calidad” (novelas que se parecen a la buena literatura), y la globalización de los escritores en el marco de un español global (panhispánico), indican que la patria lingüística probablemente sea un territorio propio de los mapas históricos.  Son discusiones a las que me sustraigo para hablar de Los pasajeros del Anna C.

La intervención de Leopoldo Brizuela, traductor de la novela, ha nacionalizado su lengua. Detrás no puede adivinarse un texto en francés. Seguramente Brizuela ha dado una versión perfecta de una escritura sencilla, en tono menor: una lisa novela de tema argentino. La versión hace olvidar la lengua del original, editado por Gallimard en París al mismo tiempo que aparece en Buenos Aires. Brizuela es el productor de argentinidad verbal de la novela de Laura Alcoba. Si no estuviera el nombre del traductor, si no hubiera sido tan discreto y diestro su trabajo, el lector más atento caería en la ilusión de que está leyendo una novela escrita en castellano, que fluye apaciblemente, pese a que su materia no es apacible.

Los pasajeros del Anna C. toma su título del vapor que en 1968 condujo de regreso a un grupo de gente muy joven que se había entrenado en Cuba. Entre ellos, como un sorprendente pasajero, Laura Alcoba, casi recién nacida. Después de la muerte del Che en Bolivia, esa gente fue devuelta a la Argentina. Dos años más tarde, los Montoneros realizan su acción más espectacular, que es también la primera: el secuestro y asesinato de Aramburu, en junio de 1970. En el Anna C. viajaban tres futuros jefes montoneros: Gustavo Ramus, Emilio Maza y Fernando Abal Medina. Estos dos últimos, según la crónica que hicieron Firmenich y Arrostito del secuestro, fueron quienes entraron en la casa de Aramburu para llevárselo, y Abal Medina disparó el tiro de la ejecución. Dos años antes, ese futuro no lo soñaban ni ellos mismos.

Todo esto no es materia de la novela: los “trillizos” montoneros todavía no eran lo que fueron, y la obra hace bien en privarse de anticiparlo. Laura Alcoba cuenta las vicisitudes de un grupo improvisado de argentinos recién salidos del secundario, en el filo de los veinte años. Tanto o más que la reconstrucción de sus entrenamientos para devenir soldados de la insurgencia revolucionaria, interesa que todos ignoraran el destino más próximo.

Pero es imposible leer olvidando lo que hoy se sabe. Como cuando se mira una fotografía adolescente de alguien que será famoso por su audacia sin límites, la imagen cubana de Abal Medina, Maza y Ramus es la de tres pibes arrodillados en el barro de la floresta isleña, tomados de las manos y rezándole a la Virgen. También integra el grupo otra celebridad futura (ya muy conocido en la izquierda de esa época), Emilio Jáuregui, periodista y militante asesinado en 1969, a quien el Che esperaba en Bolivia. Con más sólida formación política que el resto, trata de explicarles la simbiosis de cristianismo y guevarismo de los “trillizos”. Sus compañeros no entienden, porque su cultura política de izquierda revolucionaria es básica. Entre ellos están el padre y la madre de Laura Alcoba.

Los pasajeros del Anna C. tiene como argumento los recuerdos de esos padres. Memorias de segunda generación, ya que es la hija quien las escribe. Son tenues, aunque perfectamente detalladas. Ambos rasgos se explican porque Laura Alcoba, sensatamente, no quiere agregar lo que ahora sabe. Se atiene a lo que sabían y fundamentalmente a todo lo que ignoraban sus personajes. En su libro anterior, La casa de los conejos, ese efecto de ingenuidad lo da la perspectiva de la narradora, una niña de ocho años, que cuenta “lo que Laura sabía”. Los límites están puestos por el punto de vista.

Los protagonistas de Los pasajeros del Anna C. son tan jóvenes y saben tan poco que el registro de sus experiencias durante el entrenamiento en Cuba no tiene otras tensiones que las idas y venidas de los campos de entrenamiento a La Habana, las exigencias y arbitrariedades de los jefes locales y el impacto de algunos actos en los que escucharon a Fidel. Pero hay un valor referencial: es la visión de militantes poco importantes, que llegaron allí en lugar de otros con mejor formación política. Por eso el relato tiene ese aire de adolescencia.

Las memorias, por otra parte, no se discuten. Y este libro es de memorias noveladas. Incluso el error en la selección de los militantes es perfectamente posible. Tanto más posible si se recuerda que el Che Guevara eligió Bolivia, una región que ignoraba por completo, para iniciar allí un foco guerrillero, y que su diario es el testimonio de un malentendido trágico. Tanto más posible si se recuerda que Revolución en la revolución  de Régis Debray fue considerado una piedra teórica basal de la etapa expansiva de la insurgencia en América Latina. Y que los tres guerrilleros que rezaban arrodillados en el barro ya sabían que cristianismo y revolución marcaban la misma ruta.

Laura Alcoba, atenida a los recuerdos que ha recibido, no incurre en el difundido anacronismo de interpretar hechos del pasado con datos e hipótesis que se conocieron mucho después. Las memorias reclaman nuestra creencia y una especie de confianza moral en la buena fe de quien rememora en primera persona, salvo que se trate de una falsificación, algo de ningún modo evidente en Los pasajeros del Anna C. Todo indica que esos recuerdos, muchas veces lacunares y planos, hablan de sucesos. Como sea, si fueran una invención, ella marcaría con igual llana verosimilitud la temperatura de una época.