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Rumbo a la inmortalidad

Periodista:
Marysa Navarro
Publicada en:
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A partir de octubre de 1951 hasta su muerte, ocurrida el 26 de julio de 1952, Evita pronunció un solo discurso desde el balcón de la Casa de Gobierno y ya no volvió más a sus tareas del Ministerio de Trabajo y Previsión. Pasó esos largos meses prácticamente recluida en la residencia presidencial, saliendo ocasionalmente, pues le hacían frecuentes transfusiones de sangre y le habían ordenado reposo absoluto.

Ni siquiera pudo levantarse de la cama para asistir al acto con que Perón inauguró oficialmente su campaña electoral. El peronismo se presentó a las elecciones con la misma fórmula del año 1946, pues antes de que la renuncia de Evita alimentara las ilusiones de otros candidatos, Perón les cortó por lo seco al inclinarse de nuevo por Quijano. Por si quedaba alguna duda, con esta decisión confirmó la irremediable caída en desgracia de Mercante. Su defenestración fue de tal envergadura que en 1953 se lo expulsó del Partido Peronista “por inconducta partidaria y deslealtad”.

Totalmente eclipsado por Evita, hacía tiempo que Quijano había convertido la presidencia del Senado en su verdadera función. Era el “vicepresidente perfecto”, que se limitaba a participar de los actos oficiales como si se tratara de un sueño largamente acariciado. Vestido sepulcralmente de negro en invierno y con un palm-beach en verano, el cuello palomita, los gruesos bigotes campesinos, las solapas nevadas de caspa fijaban una inconfundible presencia que Evita solía saludar con ingeniosas salidas: “¿Cómo le va, Mar Caspio?”. Había sufrido varias operaciones y estaba muy enfermo cuando accedió a integrar la fórmula peronista ante la insistencia de Perón. Murió el 3 de abril de 1952, antes de asumir sus funciones de vicepresidente por segunda vez.

En esta instancia, la oposición permaneció dividida. (…)
Postrada en su lecho, Evita sufría por no poder estar “en la trinchera” junto a Perón. Era la primera vez que la mujer iba a votar y quería que el Partido Peronista Femenino cumpliera con el cometido que le había trazado desde el primer momento: reelegir a Perón y por un margen mayor que el obtenido en 1946. El discurso que pronunció por radio en ocasión de la inauguración de la Ciudad Estudiantil, a la que no pudo asistir, revela que su principal preocupación en esos días era el resultado de las elecciones, a pesar de que sus palabras dejan traslucir una enorme fatiga, melancolía y nostalgia. El triunfo de Perón el 11 de noviembre, recordó a los descamisados, significaría “la victoria del pueblo, la victoria definitiva de los trabajadores, la primera victoria de la Patria sobre sus enemigos de dentro y de fuera; sobre los que la vendieron una vez y quieren venderla nuevamente”. Confirmando el sentido político que tenía la Fundación, declaró inaugurados en esa fecha: cuatro hogares de ancianos, ocho hogares-escuelas, una clínica de enfermos pulmonares y 11 policlínicos. Además, “entregó al pueblo” 150 escuelas y 200 proveedurías. El 29 de octubre pronunció otro discurso por radio dirigido a las mujeres peronistas, y el 1º de noviembre Democracia publicó un artículo suyo titulado “El destino de la Patria se define el 11 de noviembre”.

Mientras tanto, su salud empeoraba visiblemente. Cuando le mencionaban la posibilidad de una operación, se ponía furiosa y reaccionaba gritando: “A mí no me opera nadie, ni locos me van a operar”. Sin embargo, como el tratamiento de radium no la mejoraba y continuaban los dolores, accedió finalmente a ser operada. (…) Al saberse que Evita estaba internada, la calle frente al hospital se llenó de gente que se puso a rezar, en una vigilia permanente que no cesó durante los días que duró su internación, mientras en las iglesias aumentaban las misas que por ella se decían en todo el país.

El 9 de noviembre, fecha en que se cerraba la campaña electoral, las emisoras propalaron un discurso que ella había grabado antes de ser internada. No votar por Perón es “traicionar al país”, dijo con su voz inconfundible, mientras yacía en el hospital reponiéndose de la operación. “Si pido a los argentinos que voten por Perón no lo hago como mujer del general, sino como abanderada del pueblo, como Evita, como personera plenipotenciaria de los trabajadores”. El pueblo debía votar a Perón porque en 1951 se planteaba la misma disyuntiva que en 1946, y la respuesta no podía ser otra que la que había dado en aquella oportunidad. Aunque enferma, el 11 de noviembre estará con todos los descamisados siguiéndolos “como una sombra, repitiéndoles en los oídos y en la conciencia el nombre de Perón hasta que depositen en la urna su voto como un mensaje de cariño, de fe y de lealtad hacia el Líder del pueblo. Cuando cada uno de ustedes deposite su voto, quiero que piense y que sepa que yo estaré espiritualmente a su lado para darle las gracias en nombre de Perón...”. Ese mismo día, satisfaciendo una solicitud de Evita, la Junta Electoral decidió permitir que votara desde su cuarto de hospital por considerar que el voto femenino se debía a sus esfuerzos. (...)

La decisión de la Junta Electoral hizo posible que Evita votara por primera y única vez en su vida el 11 de noviembre de 1951. La presidenta de mesa, dos fiscales y dos agentes de policía le trajeron las diferentes boletas que dejaron sobre su cama y salieron –la boleta del Partido Peronista tenía la efigie de Perón de un lado y la de Evita del otro–. Al momento, los fiscales volvieron a entrar con la urna y Evita depositó su voto. “Ya voté”, anunció con una sonrisa cuando la puerta se abrió de nuevo para dejar entrar a Perón, y se puso a llorar. Uno de los fiscales, el escritor David Viñas, recuerda el contraste entre lo que acontecía adentro y afuera del policlínico. “Asqueado por la adulonería que encontré en torno a Eva Perón, me conmovió la imagen de las mujeres que afuera, de rodillas, rezando en la vereda, tocaban la urna que tenía el voto de Eva y la besaban. Una escena alucinante, digna de Tolstoi”.

La operación, oficialmente todo un éxito, no pudo detener sin embargo el cáncer que tanto la hacía sufrir. (…)
Como era de esperar, Perón ganó por un margen mayor que en las elecciones de 1946. El resultado final arrojó 4.608.951 votos para el peronismo, de los cuales 2.441.558 eran femeninos, y 2.326.563 para el radicalismo. El 16, el acto organizado por la CGT para festejar el resultado de las elecciones terminó con una enorme procesión de antorchas que encaminó sus pasos hacia la residencia presidencial para prestar homenaje a Evita.
(…) Ante el asombro de sus médicos, el 1º de mayo recuperó por unas horas la energía y el fuego que ya se escapaban indefectiblemente de su cuerpo, y dirigió la palabra a los descamisados por última vez. Dejó de lado el tono mesiánico de sus discursos electorales y con fuerza inusitada afirmó en cambio la realidad del “pueblo humilde de la Patria, que aquí y en todo el país está de pie y lo seguirá a Perón, el líder del pueblo, porque ha levantado la bandera de la redención y de justicia de la masa trabajadora”. Hablando en nombre del pueblo, proclamó que éste lo seguiría “contra la oposición de los traidores de adentro y de afuera”, y esta vez fue más lejos que nunca en sus amenazas:
“Si es preciso haremos justicia con nuestras propias manos. Yo le pido a Dios no permita a esos insensatos levantar la mano contra Perón, porque ¡guay de ese día!, mi General, yo saldré con el pueblo trabajador, yo saldré con las mujeres del pueblo, yo saldré con los descamisados de la Patria para no dejar en pie ningún ladrillo que no sea peronista; porque nosotros no nos vamos a dejar aplastar más por la bota oligárquica y traidora de los vendepatrias que han explotado a la clase trabajadora”.
Como si supiera que ésta sería la última vez que hablaría mano a mano con los descamisados, les dijo que quería “darles un mensaje: que estén alertas. El enemigo acecha, no perdona jamás que un argentino, que un hombre de bien, el general Perón, esté trabajando por el bienestar de su pueblo y la grandeza de la Patria. Los vendepatria de adentro, que se venden por cuatro monedas, están también en acecho para dar el golpe en cualquier momento”

Cuando finalizó, la vida parecía haber abandonado su cuerpo. Pálida y ojerosa, abandonó el balcón sostenida por Perón. “En la sala detrás de las ventanas, a través de las cuales llegaba todavía la voz de la multitud que la llamaba”, recuerda Perón, “se oía solamente mi respiración; la de Eva era imperceptible y fatigada. Entre mis brazos no había más que una muerta”
Para el 7 de mayo, fecha de su cumpleaños, ya se había repuesto lo suficiente como para posar con su sonrisa triste en numerosas fotografías. La residencia presidencial se llenó de flores que mandaron sindicatos, autoridades partidarias, legisladores, etc. Afuera, caravanas de coches corrieron la Avenida del Libertador y la banda de policía festejó el acontecimiento con un concierto. Era tanta la gente que se congregó frente a la residencia que Evita tuvo que salir al balcón para saludar. Al día siguiente fue por última vez al Hogar de la Empleada para asistir al casamiento de Emma Nicolini. Aunque solamente se quedó un momento, su gesto servía para testimoniar el afecto que sentía por ella y sobre todo por su padre.

Pesaba 38 kilos, pero empecinada hasta el fin, todos los días buscaba en la balanza la señal de que se iniciaba su mejoría. Desalentada, exclamaba: “¡Pensar los sacrificios que hice para adelgazar, y ahora, mirá!”. (...)
El 4 de junio, Perón debía asumir el mando por segunda vez. Ese día, recuerda Apold, entonces subsecretario de Informaciones de la Presidencia, “(…) llegué a la residencia a las 10 de la mañana, para entregarle (a Evita) un ejemplar de Argentina en marcha, un libro que la Subsecretaría acababa de editar y que reflejaba la obra del peronismo. Cuando pasé por el dormitorio de Perón, noté que tenía la puerta abierta y entré. El general conversaba animadamente con doña Juana. Estaban preocupados porque la enferma se empeñaba en ir al acto.
El general me sugirió que le dijera a Eva que afuera hacía mucho frío. La señora vestía un pijama celeste. Hojeó el libro con atención. Al ver una gran fotografía suya, las lágrimas le brotaron.

—... Lo que llegué a ser, y miren cómo estoy ahora –se quejó.
Para cambiar de tema, le comenté que en la calle hacía un frío tremendo. Ella se enojó mucho y me recriminó:
—Eso es una orden del General, pero yo voy igual. La única manera de que me quede en esta cama es estando muerta.
Y se salió con la suya. Le dieron tres dosis de calmante y luego, en la Casa Rosada, otras dos más.

Había prometido que se sentaría durante el recorrido que haría con Perón en un coche abierto. Pero no lo hizo, se obstinó en ir de pie, arrebujada en un abrigo de piel. Y mientras levantaba con dificultad su brazo derecho para saludar a la multitud por última vez, sonreía levemente, saboreando el triunfo de Perón, que era también el suyo.

Durante esos meses en que Evita se debatió entre la vida y la muerte en medio de intensos dolores, una extraña atmósfera invadió Buenos Aires. (...) La presencia de Evita en el balcón de la Casa Rosada el 1º de mayo y en las ceremonias del 4 de junio era interpretada como un acto desesperado por parte de un dictador cuyo fin estaba ya próximo, pues su popularidad había declinado y la única que mantenía el fervor del pueblo era Evita.
Por otro lado, en las iglesias de la Capital y el resto del país, las misas, plegarias y procesiones por el restablecimiento de Evita se sucedían ininterrumpidamente, como no cesaban tampoco los homenajes y actos en los que se exaltaba su figura, para la cual ya no existían superlativos.

(…) El 18 de julio, a las tres de la tarde, Evita cayó en un coma del cual despertó súbitamente alrededor de la medianoche, cuando todos ya esperaban su fin. “¿Qué me pasó? Tengo que dejar la cama. Si me quedo en ella me muero”. Ante el asombro de sus amigos y familiares se levantó y, apoyándose en el brazo de Perón, caminó unos pasos en el cuarto.

En esos días mandó llamar al padre Hernán Benítez. Lo conocía desde sus años de actriz, cuando él era un fogoso predicador cuyos programas durante Semana Santa atraían a miles de escuchas. Pero se habían hecho amigos después de que ella se casara con Perón. El padre Benítez había dado la extremaunción a la primera esposa de Perón y se la daría a Evita también, aunque no en esta ocasión. “Padre Benítez”, le dijo, “usted sabe que estoy en un pozo y que de este pozo ya no me sacan ni los médicos ni nadie, sólo Dios...”. Alejó de su lado a Cámpora y a Aloé, que la estaban acompañando, y se quedó largo rato hablando con él.

El 20 de julio, la CGT patrocinó una misa de campaña en la Avenida 9 de Julio. A pesar de la lluvia fría que caía ese día, millares de personas se arrodillaron frente al altar erigido al pie del Obelisco para rezar por la salud de Evita y seguir la misa que oficiaba el diputado peronista padre Virgilio Filippo.(...)

Ya no quedaba nada por hacer sino esperar que terminaran de una vez los dolores. Sin embargo, todos a su alrededor seguían escondiéndole la gravedad de su estado. El 22 de julio, Paco Jamandreu recibió una llamada de la residencia presidencial en el medio de la noche. Una vez allí, Perón le dijo tristemente que aunque Evita se moría, querían levantarle el ánimo, haciéndole creer que iba a emprender un viaje y que Jamandreu le estaba diseñando la ropa. A la mañana siguiente había vuelto con sus dibujos y se los enseñaron a Evita. El día antes de morir, cuenta Perón, lo mandó llamar porque quería hablar a solas con él. Se sentó “sobre la cama y ella hizo un esfuerzo por incorporarse. Su respiración era apenas un susurro: ‘No tengo mucho por vivir –dijo, balbuceante–. Te agradezco lo que has hecho por mí. Te pido una sola cosa más...’ –las palabras quedaban muertas sobre sus labios blancos y delgados. Su frente estaba brillante de transpiración. Volvió a hablar en tono más bajo. Su voz era ahora un susurro–: ‘No abandones nunca a los pobres. Son los únicos que saben ser fieles’”.

El sábado 26 de julio amaneció gris y húmedo. A las tres de la tarde, el padre Benítez le dio los últimos sacramentos. A las cuatro y media, un boletín anunció: “El estado de salud de la señora Eva Perón ha declinado sensiblemente”. A las ocho de la noche, estaba ya “muy grave”. Evita había entrado en su último coma, rodeada de Perón, sus hermanas, Juancito, Nicolini, Renzi, Aloé, Cámpora y Apold. A las ocho y 25, una hora que miles de argentinos recordarían por muchos años, dejó de respirar. Tenía 33 años.

Exactamente un minuto más tarde, la radio del Estado informó que a las veinte y 25 había fallecido la “Jefa Espiritual de la Nación” y que sus restos serían velados en el Ministerio de Trabajo y Previsión. Frente a la residencia, el grupo de hombres y mujeres que habían mantenido su vigilia durante todo el día fue creciendo pese al frío. Unas mujeres se arrodillaron en la calle y comenzaron a rezar el rosario. A medida que se expandía la noticia, los bares, confiterías, cines y teatros del centro cerraron sus puertas y la ciudad quedó poco a poco sumida en el silencio (...).