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Todo sobre mi madre

Periodista:
Laura Galarza
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“Mi madre llevaba varios días muerta.” Comienzo más que prometedor el de Nada se opone a la noche, la novela con la que Delphine De Vigan, nacida en Boulogne-Billancourt (Francia) en 1966, se sube al escenario literario con medio millón de ejemplares vendidos y a la espera de ser traducida a otros varios idiomas. De Vigan, que actualmente vive en París y lleva publicados seis libros, decide escribir sobre la vida de su madre después de encontrarla muerta en su departamento. En Nada se opone a la noche se intercala la historia de la madre, Lucile, desde su niñez, con las cavilaciones de la escritora-hija, narradas en primera persona. De Vigan confiesa en el libro haber luchado contra la idea de escribir sobre el tema. A pesar de soñar con figuras fantasmales que le advierten: “No está bien lo que hacés”, De Vigan se da fuerzas escuchando de fondo una canción “Osez, Joséphine” (Atrévete, Joséphine), y saca a la luz cartas, escritos, dibujos de puño y letra de su madre; mira películas en súper ocho y fotos, y entrevista a sus tíos que aún viven. También desgraba los cassettes que su abuelo Georges dejó con los pasajes de su vida. “¿Conoce ese juego de unir con trazos unos puntos numerados para que aparezca la figura? Pues mi carrera literaria pasaba por fuerza por ese punto si no quería acabarse ahí”, responde De Vigan a la periodista que le pregunta por qué con la madre. Entre tantos escritores que no pudieron eludir el universo materno –Richard Ford, Roland Barthes, Georges Simenon, Ferdinando Camon– De Vigan define su lugar: “Soy una autora de ficción; sé que por las pesquisas fluctúo entre el periodismo y la literatura, al modo de Truman Capote, o de la Marguerite Duras de El dolor, sí, pero lo que escribo no es la verdad: es mi verdad, mi mirada sobre ella y quiero tener la libertad de aproximarme a los personajes. Me siento más cercana al estilo de Emmanuel Carrère”.

 

 

De Vigan encuentra a su madre en la cama, como dormida, con el cuerpo azul y en estado avanzado de descomposición. “Ignoro cuántos segundos, quizá minutos, necesité para comprenderlo, a pesar de lo evidente de la situación”, escribe, y se pregunta qué mecanismo operó para que ella no pudiese comprender de entrada que su madre estaba muerta. Peter Handke, quien también escribió un libro sobre su madre luego de que se suicidara, dice en él: “Esta historia tiene que ver realmente con lo que no tiene nombre, con segundos de espanto para los que no hay lenguaje”.


Sin embargo, De Vigan se arremanga y cuenta. Lucile, su madre, es la tercera de los nueve hijos que, tras casarse en 1943, tendrán Liane y Georges. Una pareja de avanzada para la época, él un publicista exitoso e histriónico, ella una mujer que se pasea por la casa cantando despreocupada y consciente de su belleza. Ellos son una familia de propaganda. Y no es sólo una metáfora. En el libro se cuenta el día en que la televisión viene a la casa a filmarlos poniéndolos como modelo. “En una familia numerosa es raro aburrirse”, dice una voz afectada en off mientras la cámara se posa sobre la felicidad de los detalles. Pero el lector sabe a esta altura, gracias a lo que vino contando De Vigan, que esa imagen esconde lo peor. Y lo peor en las familias es lo que se silencia. En este caso las muertes de dos hermanos siendo niños, uno que cae a un pozo y otro que mete la cabeza en una bolsa de nylon. La menor, que se salva de milagro al caer de cabeza desde lo alto de una represa. Tom, el hermano Down oculto en el piso de arriba. Y lo que termina resignificándolo todo: Lucile, la madre de De Vigan, lleva un diario que la autora lee después de su muerte. Allí cuenta el día en que su padre (el abuelo George), le regala un reloj para que ella oculte su tatuaje “que él no lo sabe, pero tiene que ver con él”. Un reloj que marca las diez y diez, la hora en que su padre quizá la violó. “No lo sé. Todo lo que sé es que he sentido mucho miedo y me he desmayado. Ha sido la vez que más miedo he sentido en toda mi vida.”

 

“¿Tengo derecho a escribir que mi madre y sus hermanos fueron todos, en un momento u otro de sus vidas (o durante toda su vida), heridos, dañados, desequilibrados?”, escribe De Vigan como si por momentos retrocediera ante el objetivo. El escritor norteamericano David Vann, que también escribe novelas de sello autobiográfico, ha declarado recientemente que “lo peor que puede pasarle a una familia es tener un escritor en ella”.


Por su parte, no es la primera vez que De Vigan desnuda lo familiar. En 2001 escribió su primera novela, Días sin hambre, que publicó a pedido de su padre bajo el seudónimo de Lou Delving, basada en su experiencia con la anorexia. En ese libro hay una escena donde la madre de la protagonista, después de beber demasiada cerveza e incapaz de levantarse de la silla, se orina encima. De Vigan cuenta que su madre, después de leer aquel libro, se apareció en su casa borracha para decirle que la novela era hermosa, pero injusta. Llorando, le dice que ella “no es así”. De Vigan pensó en aquel momento, aunque no se lo dijo, que su madre había sido peor que eso. Años más tarde, el 31 de enero de 1980, y luego de visitar por primera vez a su madre en el neuropsiquiátrico, diagnosticada como bipolar, dice convertirse en escritora. Como la única manera de contrarrestar “el vértigo” escribe: “Sobre esas puertas cerradas detrás de mí, el tintineo de los manojos de llaves, los enfermos que erraban por los pasillos, el ruido de los transistores, esa mujer que repetía Dios mío, por qué me has abandonado”.

 

Claro que De Vigan debe soportar de parte del público y de la crítica la pregunta de si todo lo que escribió es verdad. “Son hechos reales, pero no verdades irrefutables”, contesta parándose del lado de la ficción y quizá, de la idea de que los recuerdos son, desde Freud, encubridores. Que las cosas hayan sucedido “de verdad”, ¿altera el valor de una ficción? “Como miles de familias, la mía se acomodó a la duda o se libró de ella.” La novela de De Vigan se lee como una tragedia familiar. Y el que esté libre, que tire la primera piedra.


Ahora bien, si a lo único a lo que se debe un escritor es a la literatura, lo que puede llegar a reclamársele a De Vigan es no ir al hueso. De ser por momentos condescendiente, velar con el lenguaje una realidad incontrastable, o más, limitarse a decir: “Esa época abriga sus zonas oscuras”, dando vuelta la página, atrapada ella misma en su humanidad. Y se disculpa frente al lector: “Al releerlo, no pude ignorar la madre ideal que planea a mi pesar sobre estas líneas”.

 

De Vigan pareciera ser consciente de que aquello que sabe, pero se guarda por temor a ser “indiscreta” deja agujeros en la historia y al lector, con hambre de más.

 

© Laura Galarza, Página 12