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Narrador tardío

Periodista:
José María Brindisi
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En el ensayo en que trabajaba al momento de su muerte, el extraordinario crítico palestino-estadounidense Edward Said partía de ciertas ideas de Adorno y planteaba, en torno a algunos ejemplos significativos (Beethoven, Genet, Gould, Visconti), la posibilidad de que las últimas etapas de un artista, eso que podría denominarse estilo tardío, fuesen ya no una instancia de armonía y resolución, el epílogo pacífico y lógico de una obra, sino un punto de ruptura o, al menos, un fervoroso desvío, un eslabón insoslayable en su singularidad. Lo tardío, proponía Said, como intransigencia, dificultad y contradicción no resuelta: "El estilo tardío no admite las cadencias definitivas de la muerte; sino que la muerte se aparece de un modo refractado, como ironía". Más allá de los términos en que en definitiva Julian Barnes acabe jugando y perdiendo esa última batalla (un tema, el de la muerte, con el que sin embargo le ha tocado lidiar muy de cerca desde que su mujer falleciera en 2008), lo cierto es que sus textos más recientes poseen una intensidad que no le era ajena, pero que no se había manifestado hasta ahora con este grado de agudeza y tensión implosiva.

 

 

Sin duda mucho menos brillante que en El loro de Flaubert, asimismo menos ingenioso que en Hablando del asunto o Al otro lado del Canal, el Barnes tardío y melancólico es un escritor más que nada reflexivo; ese discurrir no se da en la ostentación de las ideas ni en las frases altisonantes, sino como una operación minimalista, abrasiva, que no le teme a la ingenuidad y que por tanto puede codearse con los sentimientos de sus personajes con inteligencia, sí, pero con absoluta honestidad. Luego de ese notable -aun con sus altibajos- volumen de cuentos titulado Pulso, apenas unos meses más tarde se distribuye aquí El sentido de un final, la novela que por fin le otorgó a Barnes el codiciado y en su caso relegado premio Booker y que parece confirmarlo en la plenitud de sus renovadas fuerzas.


La historia de Tony Webster es, como él mismo se encarga de remarcar a cada rato, una historia sin atractivos, la historia de un hombre cualquiera. Webster es la encarnación de la medianía ilustrada, un profesor que se jubiló algo temprano y vive una vida apacible, sin mayores vaivenes, entre otras cosas gracias a esa suerte de amistad confesional que mantiene con su ex esposa, un rasgo de civilidad a prueba de sobresaltos. Pero lo que en verdad importa, el prisma a través del cual quizá termine por juzgar su existencia de una punta a otra, es una instancia del pasado inicático, allá lejos cuando todo era posible.

 

El tema de la memoria, de la falsificación o el autoengaño de los recuerdos, el tema de la reconstrucción del yo y por tanto una lucha sin cuartel entre lo que se quiso ser y aquello en lo que uno se convirtió, es troncal en el Barnes de los últimos libros, y aquí el título resulta -como pocas veces- un mapa perfecto de la novela. El final al que alude es el suicidio de un viejo amigo del colegio, el tipo que se cuela en lo que parecía un grupo cerrado y se convierte en su centro porque piensa por sí mismo, antes y mejor que todos. Pero esa muerte, que desintegra fatalmente al grupo en el fin de la adolescencia, es incomprensible, o mejor dicho: su sentido se completa cuarenta años más tarde. La punta del iceberg es una carta que recibe Webster de su ex suegra (la madre de Verónica, una novia fugaz de aquella época que sin embargo le deja una marca indeleble), a la postre ex suegra también del suicidado Adrian, en la que le notifica que le ha dejado en su testamento cierto dinero más los diarios íntimos. El triángulo que forman Adrian, Verónica y él mismo es una figura efímera; no obstante, un único hecho o circunstancia alcanzan con frecuencia para determinar toda una vida.


"Vivimos en el tiempo", escribe Webster, "pero nunca he creído comprenderlo muy bien. [.] Algunas emociones lo aceleran, otras lo enlentecen; de vez en cuando parece que no fluye, hasta el punto final en que desaparece de verdad y nunca vuelve". Y en seguida: "Aunque ya no tengo la seguridad de que algunos sucesos fueran reales, al menos recuerdo con claridad las impresiones que dejaron". De eso se trata, y la literatura nos lo enseña a cada rato: por encima de la experiencia, lo que se impone es la perspectiva y la subjetividad. ¿Qué es la memoria?, habría que preguntarse; ¿hasta dónde es posible ser más o menos fieles a nuestras vidas? Webster se lo pregunta hasta el cansancio, y cuanto más reflexiona menos sabe, más allá de la revelación que llega para contaminarlo todo. Esa revelación echa luz sobre un hecho, claro, pero su contraefecto es arrasador: el resto, lo que hasta ahora eran certezas, porque su significado no corría peligro, se desvanece en el aire.

 

Como sucede a menudo en las novelas de Andreï Makine o Sándor Márai, para el protagonista de El sentido de un final recuperar el pasado es instalarse en un impensado campo de batalla. ¿Pero cómo emprender esa lucha? "A medida que los testigos de tu vida disminuyen", se dice a sí mismo en otro momento, "hay menos corroboración y, por consiguiente, menos certeza de lo que eres o has sido". Es un espejo que se achica. Pero el peligro esencial, para alguien como Webster, es el de desintegrarse lentamente. Olvidar ya no el sentido de una tragedia, sino de toda una vida.

 

© José María Brindisi, ADN La Nación