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El pintor de la vida moderna

Periodista:
Juan Pablo Bertazza
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Una de las irrupciones más fantásticas del lógico y estructurado juego de ajedrez se conoce con el nombre de “promoción” o “coronación”. Y tiene lugar cuando el peón recorre (paciente, sin prisa pero sin pausa), la totalidad del tablero hasta llegar al otro lado, transformándose en reina (también se puede optar por otras piezas, como caballo, alfil o torre), a tal punto que es factible que un mismo jugador pueda tener más de una reina a su disposición. En el final de La posibilidad de una isla, novela cumbre de Michel Houellebecq, hay también una coronación. Unico libro que le gustó a Iggy Pop en los últimos diez años, e incluso inspiró algunas de sus últimas canciones, La posibilidad de una isla imaginaba una comunidad científico-religiosa (quizás inspirada en la cientología), que, a partir de la creación de clones humanos, buscaba la superación del hombre y una inmortalidad de tinte budista con supresión incluida del deseo. A caballo entre un presente con aire a pasado y un futuro remoto, la novela galopaba entre dos mundos: el de Daniel 1, cómico de stand up millonario y exitoso pero con profundos problemas del corazón, y el de sus clones. Daniel 1 deja a su primera mujer, Isabelle, no bien advierte en ella los primeros rasgos de vejez para volcarse de lleno a Esther, joven modelo que, en perfecta simetría, terminaría dejándolo a él por viejo. Antes de suicidarse, Daniel 1 le escribe el siguiente poema a Esther: “Mi vida, vida mía, mi antiquísima vida,/ mi primer deseo mal curado,/ mi primer amor disminuido,/ has tenido que volver./ He tenido que conocer/ lo mejor que hay en la vida,/ dos cuerpos que disfrutan de su felicidad/ uniéndose y renaciendo sin fin./ En completa dependencia/ comparto el temblor del ser,/ la vacilación de desaparecer,/ el sol que azota el lindero./ Y el amor en el que todo es fácil,/ donde todo se da al instante:/ existe en mitad del tiempo/ la posibilidad de una isla”.

 

 

Este poema, que constituye, en muchos sentidos, una coronación —una metamorfosis del género de la novela al de la poesía, precisamente hacia el final del libro; una mutación temporal, un disloque en la historia del universo ya que ese poema entorpecerá todos los planes de la comunidad—, no logra ser interpretado por sus clones (tampoco entienden la risa ni el amor) pero genera en otro clon llamado Marie 23 el deseo de renunciar a esa inmortalidad sin deseo, sin amor y, por lo tanto, sin sufrimiento.


“Primero, el sufrimiento.” Esa es la premisa básica, según Houellebecq, para transformarse en poeta (las otras serán “desaprender a vivir” y “la timidez”). Esa es la puerta de entrada a Poesía, la flamante compilación de Anagrama que reúne sus, hasta ahora, cuatro poemarios publicados a lo largo de la década del noventa: Sobrevivir, El sentido de la lucha, La búsqueda de la felicidad y Renacimiento. No cabe llamarla poesía completa porque Houellebecq acaba de anunciar que su próximo libro será de poesía. Los urgentes títulos de los poemarios dan cuenta de lo que significa este género para Houellebecq, un novelista que no sólo empezó escribiendo poesía (gracias a su amigo, el editor Michel Bulteau, comenzó a publicar sus poemas en la Nouvelle Revue Française, en 1985, poco después de atravesar una temporada internado en distintos psiquiátricos) sino que fue incorporando poemas a lo largo de toda su obra narrativa. Es decir, y tal como afirmaba Leopoldo Marechal, Houellebecq logró llegar a ser un eximio novelista porque antes fue un verdadero poeta.

 

¿Qué función tiene un poema dentro de una novela? ¿Su autoría responde directamente al autor del libro o es sólo una función, un soldado raso —-un peón— dentro de la obra narrativa? ¿Por qué Houellebecq no incluyó en ninguno de sus poemarios el notable poema que cierra La posibilidad de una isla?


“La lucha entre poesía y prosa es una constante en mi vida. Si uno obedece el impulso poético, corre el riesgo de volverse ilegible; si se lo desobedece, uno está preparado para iniciar una carrera de honesto contador de historias”, explicó enigmático Houellebecq en una extensa entrevista concedida al Paris Review.

 

En otra ocasión dirá que “en la poesía no son únicamente los personajes los que viven, sino las palabras. Parecen envueltas en un halo radiactivo. Reencuentran de golpe su aura, su vibración original”.


Mezcla de Baudelaire y William Carlos Williams (primer experto en incorporar el habla coloquial a la poesía y también el concepto de adivinanza que retoma en sus poemas el autor de Plataforma), la de Houellebecq es una poesía auténtica y cotidiana, casi llana pero con un trasfondo complejo que indaga y desentraña una densa desesperación existencial. A diferencia de sus novelas, tan atravesadas por clones, sosías, dobles y multiplicidades, su poesía delinea el contraste entre un yo potente y unívoco (siempre al borde de la muerte, lejos de la vida real y cargando una resignación inefable) y un mundo urbanizado, descartable, cosmopolita e irremediablemente doloroso.

 

En todo caso, los personajes múltiples y plagados de bifurcaciones de las novelas de Houellebecq se traducen en sus poemas en las distintas formas clásicas que, desde joven, viene practicando: emplea alejandrinos, sonetos, octosílabos, poemas en prosa y en cada una de estas formas suele haber lugar también para la ruptura.


Escritor con inquietudes filosóficas, sus poemas citan a sus filósofos de cabecera: Schopenhauer, Kant y Pascal. Sin embargo, sus poemas transcurren, en general, muy lejos de los libros: merodean a lo largo de trenes (especialmente el TGV), barrios parisienses, espían a sus enigmáticas vecinas de edificio, experimentan una especie de suspensión para hablar de la soledad, se explayan acerca del cuerpo, el cuerpo sobre todas las cosas, el cuerpo es en la poesía de Houellebecq, al mismo tiempo, el último recinto de esperanza y la primera vía de la infelicidad), las guerras, el tiempo, los médicos, las bacterias, el supermercado (el mundo como supermercado), los caniches, los domingos (el sábado es la esperanza que, irremediablemente, se vuelve tedio un día después) y la emblemática cadena francesa Monoprix.

 

 

Aunque algunas temáticas parecen similares a las de sus novelas, la poesía de Houellebecq es clásica, mucho más clásica que sus novelas. No por las formas que emplea sino por un principio profundo que subyace a la condición por excelencia de la lírica: la verdad. En su obra narrativa, cualquier mención autobiográfica parecía destinada, paradójicamente, a distorsionar su propia imagen: el Michel de Las partículas elementales o el Houellebecq de su última novela, El mapa y el territorio, personaje que terminaba siendo salvajemente asesinado, asustando a los editores del escritor una vez que Houellebecq plantó a todos durante una presentación de su libro, desapareció unos meses y después apareció como si nada hubiera pasado. En su poesía, en cambio, a pesar de las recurrentes atmósferas oníricas y acaso patológicas, hay un yo claro, conciso, consciente, que no se escuda bajo ningún seudónimo, bajo ninguna sensación falsa, ni ninguna máscara. Aunque quizá se contradiga, es el mismo a lo largo de todos los poemarios, simplemente naufraga (y trata de vivir) en esa supervivencia a través de la cual se recorta como un moribundo arrojado por las olas del mar: un moribundo que, como la luz viva de las estrellas muertas, expresa la esencia literaria de Houellebecq. Una esencia que trasciende cualquier género, una esencia que es, al mismo tiempo, peón y reina. Esa esencia, que él mismo define hacia el final de uno de sus poemas, es su condición de viejo contemporáneo.

 

 © Juan Pablo Bertazza, Página 12